viernes, 17 de junio de 2011

El Cono de Apolonio de Francisco Treceño

Cono de Apolonio torneado por Francisco Treceño

 A Francisco Treceño, con mis palabras.



Hay un artesano de la madera en Casasola de Arión que tornea conos de Apolonio.

Casasola de Arión es un pueblo de poco más de trescientos habitantes situado al oeste de la provincia de Valladolid, limítrofe con la de Zamora, a cuya diócesis perteneció. La plaga de la filoxera terminó con sus viñedos a finales del siglo XIX y sólo el auge de la construcción de aventadoras a mediados del siglo XX permitió que el pueblo viviera un efímero auge económico, el último. Entre 1960 y 1970 el avance tecnológico hizo desaparecer las aventadoras, lo que produjo que las gentes de Casasola emigraran a la ciudad de forma generalizada, reduciéndole a lo que hoy es, un pueblo pequeño que sobrevive gracias a la agricultura.

Al forastero, que soy yo, lo reciben con curiosidad y simpatía. Los que van a pie le saludan a viva voz y los que se trasladan en coche alzando la mano. Enseguida me llama la atención el contenido de las placas colocadas en las esquinas de las calles que informan de su denominación. En una se hace referencia a dos fechas, 18 de de julio y 14 de Abril, y a un hombre ilustre del pueblo, el Dr. José Palencia Valverde, de quien sólo sé que fue médico de Casasola. Obviamente debió ser de los buenos, querido entonces y ahora recordado. Encuentro otra placa en la que conviven los nombres del General Sanjurjo, famoso general golpista, con Fernando de los Ríos, no menos famoso dirigente socialista, y Constitución. No se dice a cuál de las múltiples constituciones que hemos tenido en este país se refiere, aunque es de suponer que es la que hoy está en vigor.  Pienso, y como forastero probablemente esté equivocado, que se trata de un intento de que un texto constitucional sea capaz de dar cobijo a ambos, defensores de pareceres irreconciliables. Me cuenta Treceño que se trata de una corriente que nació en Peñafiel y que pretende mostrar en las placas junto con el nombre actual, en mayúscula, los diferentes nombres que cada calle ha tenido a lo largo de la Historia. A mí no me parece mala idea.



Compro el Norte de Castilla en el supermercado del pueblo, y la señora que me atiende celebra que sea el periódico que ando buscando, pues es el único que allí llega. Observo que todos hablan un perfecto castellano, sin fisuras, entonaciones ni contracciones que aporten sonidos diferentes a las letras que conforman las palabras. Estoy en Valladolid.

Nicolás Varela, un vecino con el que entablo conversación, señala una construcción que albergó una fábrica de material bélico que nutría de armas al ejército de Franco durante la última guerra civil.

A menos de cien metros de aquel lugar, ocupando una construcción donde en su día se encontraba una fábrica de aventadoras llamada “VILLAR SIN RIVAL”, cuyo rótulo sobrevive aunque apenas hoy es perceptible desde el exterior, se encuentra el taller donde Francisco Treceño tornea conos de Apolonio.

Pero, ¿quién fue Apolonio?

Apolonio fue un geómetra y astrónomo nacido en Perga, actual Turquía, en el año 262 antes del nacimiento de Jesucristo. Apolonio de Perga estudió en Alejandría, donde con toda probabilidad también impartió sus enseñanzas, y murió en el año 190 en esta última ciudad.

Su obra más conocida es “Las Cónicas”, libro sobre el que Hipatia de Alejandría, o de Mileto, como prefiere llamarla José María Zamora, escribió unos comentarios. Este libro estaba formado por ocho volúmenes, de los que conservamos siete. Para Apolonio las secciones cónicas son por definición las curvas formadas por un plano que corta la superficie de un cono. Con el corte de un plano paralelo a la base del cono obtenemos el círculo; la elipse con el corte de un plano oblicuo respecto a la base; la parábola con un corte paralelo a la generatriz del cono que atraviesa su base, y la hipérbola con un corte paralelo a la altura del cono, esto es, a dos de sus generatrices.




Sostiene Treceño que aunque fue Apolonio el que descubrió y describió las curvas cónicas, no fue él el que diseño un cono que albergara las cuatro curvas mediante cuatro piezas  ensambladas, cada una de ellas portadora de una curva diferente, sino un maestro posterior cuyo nombre desconocemos. En esos momentos me viene a la mente mi amigo Lucas, que me recordó no hace mucho citando a  Wittgenstein, que sobre lo que no se puede hablar es mejor callar. Recomendación ésta que todos hemos intuido sin necesidad de leer a Wittgenstein, pero que tan difícil nos resulta seguirla, necesitados de hablar incluso sobre aquello de lo que no sabemos absolutamente nada. Siguiendo tal recomendación yo me callo y asiento, admitiendo la autoridad de Treceño, que si ha conseguido diseñar el cono de Apolonio con tal maestría es porque mediante el estudio y la acción ha llegado a la raíz de sus orígenes.

Francisco es una persona afable, sencilla y hospitalaria. Me invita a entrar en el taller mientras coge a sus dos perros, Indi y Lobo, y los suelta en un gran patio interior. Yo le digo que por mí no lo haga, que me encantan los perros, pero él me dice que no harán más que requerir mi atención y darme la lata.

Comienza Francisco por describir el estado de abandono en que se encontraba el edificio cuando él llegó. Tuvo que arreglar el tejado, instalar la uralita que ahora lo cubre y convertir aquel lugar en un espacio luminoso donde poder trabajar. Me muestra la orientación del taller y los ventanales, que persiguen que reciba el mayor número de rayos de sol posible para aprovechar al máximo la luz natural, tanto para disponer de claridad en su trabajo, como para mantener caldeada la estancia.

Me muestra el antiguo cuadro eléctrico, ahora en desuso, pero que le gusta conservar; la estufa, capaz de tragar todos los residuos que su trabajo produce, y por último me enseña orgulloso la maqueta de aventadora que construyó Liborio Villar, el abuelo de su mujer Montse. Me explica cómo funcionaba, la paja salía volando y la cebada y el trigo salían por unos conductos laterales.




Me muestra a continuación toda su maquinaria, comenzando por la más antigua, con poleas de más de dos metros y de varias velocidades que aún funcionan. Se trata de un taller del siglo XIX, me dice. Después las cortadoras de madera y su funcionamiento, y los tornos, el último importado de Australia, que le ha aliviado del esfuerzo físico que le exigía el antiguo.




Me hace pasar a la sala donde tiene las maderas. De roble, francés, americano y polaco, encina, castaño, nogal, pino, palo rojo, abedul, olmo, enebro, manzano, morera y yo que sé de cuantas clases más. Me enseña trozos de tronco envueltos en plástico, que él mismo corta en primavera, cuando la savia empieza a correr por el interior del árbol y empiezan también a asomar los primeros brotes. A esto se le llama pasmar la madera, me dice. De esta forma consigue que los hongos que se reproducen en la madera den a la pieza que con ella fabrique un colorido distinto y original. Él se encarga de buscar las maderas, cortarlas y almacenarlas para que se sequen. Y con ellas tornea los cuencos, cascanueces, jarras, pendienteros, dedales, copas, fuentes, joyeros y muchas cosas más que tiene colocadas en varias vitrinas.

En una esquina de una de las naves tiene almacenados antiguos trillos, con los que construye mesas. Me explica que fue una de sus primeras piezas.

Me enseña el funcionamiento de la paradoja mecánica, también llamada paradoja dinámica, que consiste en un doble cono unido por la base que al soltarlo recorre un plano inclinado de forma ascendente, al menos es lo que a mí me parece. La paradoja estriba en que la pieza da la sensación de que cae hacia arriba o que sube bajando, me dice Francisco.



Me habla de cómo surgió la idea de hacer conos de Apolonio. En un debate entre artesanos llevado a cabo en 2009 alguien preguntó si alguno de los intervinientes era capaz de construir un Cono de Apolonio como el que salía en “Ágora”, la película dirigida por Alejandro Amenábar. Desde aquel momento el diseño y la construcción del cono se convirtieron para Treceño en un reto.

Esto le exigió una observación minuciosa de la pieza que se mostraba en la película, el estudio de las curvas cónicas que en ella se encuentran, sus fundamentos, su posición particular en la pieza. Tuvo acceso a un maletín de figuras geométricas de madera que utilizaban los maestros a mediados del siglo pasado para la enseñanza de la geometría. Me cuenta que intentó ponerse en contacto con el asesor científico de la película de Ágora, pero que hizo caso omiso a sus escritos. Me transmite su decepción: «al menos, podía haberme contestado». En la actualidad sus conos viajan a casi todas las partes del mundo y los pedidos no hacen más que aumentar. Y Treceño trabaja sólo.

Dibuja en un papel la parábola y me dice que todas las ondas que a ella lleguen terminarán siendo lanzadas al punto central situado en la parte anterior. Me dibuja la elipse y me recuerda la escena de Ágora en la que Hipatia conversa con su esclavo Aspasio y mediante dos antorchas clavadas en el arenero, una cuerda y un palo dibuja en el suelo la figura de una elipse. La suma de la distancia entre un punto de la elipse y la de cada uno de los focos es siempre la misma.

Y nos preguntamos: ¿llegó a aceptar Hipatia el modelo heliocéntrico de Aristarco, convirtiéndose de esta forma en precursora de Copérnico? ¿Llegó a intuir el movimiento elíptico de los planetas convirtiéndose así en precursora de Kepler? Carecemos de respuestas a estas preguntas.

Me enseña Treceño su último trabajo: el cubo cuatridimensional o hipercubo. Un cubo formado por dieciséis vértices, treinta y dos aristas, veinticuatro caras y ocho volúmenes. Todos ellos se mantienen unidos gracias a imanes de neodimio. Me cuenta cómo viviríamos en un mundo de dos dimensiones, y lo hace mediante dos trozos de papel que previamente ha cortado con unas tijeras. La sorpresa que supondría para nosotros descubrir un mundo tridimensional, que es en el que vivimos, y la sorpresa que supondría, una vez instalados en el mundo tridimensional, el descubrir un mundo en cuatro dimensiones. Me recomienda que eche un vistazo a dos cuadros de Dalí. El de “Crucifixión”, en el que Dalí presenta a Cristo en la cuarta dimensión triunfando sobre la muerte, mientras que Gala, a modo de Virgen María, le mira, y el de “La última cena de Jesucristo con los Apóstoles”, en el que parece que la cena se desarrolla dentro de un cubo cuatridimensional. «Eso haré», le digo.

Me pregunta Treceño si he visto alguna vez tornear y yo le contesto la verdad: «pues no», conocedor de que siempre es mejor reconocer la ignorancia a que sea descubierta habiéndola negado. Pone en funcionamiento el torno australiano, protege el dedo meñique de su mano izquierda y toma una de sus gubias. Tornea primero entre puntos y después al aire, y en un momento saca una perindola. Perindola o perinola, que ambas son aceptadas por la Academia, aunque a mí me gusta más pirindola, a pesar de no ser admitida. La Academia de la Lengua termina siendo fedatario público del habla de la gente. Tarde o temprano terminará aceptando pirindola, digo yo. O tal vez no, pienso.

Indi y Lobo campan por sus respetos a lo largo y ancho del taller. Acaban de comer y se encuentran satisfechos. Indi no me deja ni a sol ni a sombra, todas mis caricias le parecen insuficientes.

Paco me ofrece compartir su almuerzo: queso, chorizo, pan y agua; e inmediatamente acepto.

Durante el almuerzo hablamos de muchas cosas. Yo le hablo de las tesis de Tomás Pollán. La técnica contrapuesta a tecnología significa artesanía. En la técnica son muy importantes las habilidades subjetivas del artesano para el producto final, mientras que en la tecnología las habilidades personales del operario no cuentan casi para nada. También le hablo de la diferencia entre plantearse la vida como un proyecto o como un ensayo. Francisco me dice que cuando trabaja sabe lo que quiere hacer, pero tiene que adaptarse a la beta de la madera, a su dureza, a sus características. Cada pieza que hace requiere ser tratada de una forma distinta, porque son distintas.

Me habla de su época como arqueólogo, convertido en una especie de guardián de las normas que protegen los restos arqueológicos. Me habla también de su etapa como estudioso del foso del Castillo de la Mota, y como sus informes eran mal recibidos por aquellos que solo quieren que otros escriban lo que ellos quieren leer. Me cuenta cómo recurrieron a los informes de otros técnicos para que su contenido satisficiera sus expectativas. Me miro en Treceño como si fuera un espejo, y en él me veo reflejado. Recuerdo mis informes, criticados y puenteados en busca de otros que dieran satisfacción a los que a la sazón mandaban. “Nescencia necat”, decían los romanos, “la ignorancia mata”, pero lo peor es que no mata a los ignorantes, sino a aquéllos que les rodean sin serlo o a los que siéndolo tratan de librarse de ella.

Me habla Treceño de su paso por la Universidad. De los movimientos estudiantiles que se opusieron a la reforma educativa del ministro Maravall, y el fracaso final de aquella lucha a manos de la mayoría que había estado agazapada, preparándose para los exámenes finales. Acuso recibo de su desaprobación y decepción.

Pienso yo que en la vida de todas los hombres hay un punto de inflexión, un determinado acontecimiento que marca un antes y un después. En ese momento te das cuenta que las cosas no van a discurrir como tú habías planeado, y ves cómo la realidad va destruyendo poco a poco tu ideal. Que las cosas son como son y que tu influencia sobre la realidad se reduce casi a la nada. Pronto se dio cuenta Treceño de cómo funciona el mundo. A mí me costó más tiempo.

Me cuenta Francisco que su padre fue maestro y ebanista, al igual que su abuelo, probablemente los únicos en veinticinco kilómetros a la redonda. Me cuenta la dificultad de tornear su primera pieza, tres tardes invirtió en ello. Me cuenta el esfuerzo de poner el taller en funcionamiento y el transformarlo en lo que ahora es.

Terminamos hablando de política, economía y ética, habida cuenta de que todos los humanos somos desde nuestros orígenes partícipes de la justicia y del sentido moral.

Me ofrece café, y yo, inmediatamente, acepto. «¿Qué pensarás de mí que no digo a nada que no?», le digo. Treceño me mira, sonríe y calla.

¿Qué habrá pensado de mí Paco durante las cuatro horas largas que hemos compartido en su taller? Me doy cuenta, tal vez un poco tarde, que ya no puedo alargar más la visita. Francisco tiene que trabajar, y lo hará durante toda la tarde, retirándose a su casa pasada la media noche.

Examina el  Cono que me mandó en enero y me dice que he tenido mala suerte, no ha sido el calor ni la encoladura la causante de la rotura, sino el nudo de la pieza de madera. Me envuelve el cono de roble que me ha torneado y lo deposita en una caja de cartón. De esta forma sustituye el que fortuitamente se rompió: cumple su palabra. Coloca también en el interior de la caja un cuenco de palo rojo y dos pendienteros, uno de morera y otro de manzano, que he elegido entre todas las piezas que tiene acabadas.

No creo que la rotura del cono sea mala suerte. Gracias a ella estoy allí, nos hemos conocido.




Paco me acompaña al exterior y nos estrechamos la mano, como último ritual de nuestra conversación. Al estrecharse la mano las personas se intercambian su último mensaje y se transmiten la conclusión de sus sentimientos. Aprieta mi mano sin llegar al exceso y yo intento corresponderle aplicando a la suya la misma fuerza. «Caminas tú bien por la vida, Luis Cejudo, y yo me alegro». «Caminas tú bien por la vida, Paco Treceño, y yo también me alegro», nos decimos sin palabras.

Dije antes que Francisco es una persona afable, sencilla y hospitalaria, ahora también sé que es un hombre portador de una gran sabiduría. Creo que es consciente de la importancia que tiene que cientos de años después de que fuera inventado el Cono de Apolonio, más tiempo del transcurrido entre las vidas de Aristarco y Copérnico, él los siga produciendo. Ninguna tecnología podrá suplantarlos.

«Abandono Casasola de Arión por una carretera solitaria que me conduce a Morales de Toro Adelanto a un tractor y me cruzo con otro  Atravieso la línea divisoria que separa las provincias de Valladolid y Zamora sin que nada ni nadie me advierta de ello En mi soliloquio  viajo a través del tiempo de la forma que un día aún no muy lejano Gabriel Aranzueque me descubrió  Con la memoria viajo al pasado y con la imaginación me adentro en un tiempo incierto aún sin un contorno definido  Y de esta forma me coloco en un lugar intermedio entre el presente y el futuro  En este punto intermedio soy libre de pensar de otra manera pues me he liberado de la tiranía que aplican las leyes del tiempo y del espacio Y en este lugar idílico e imaginario soy capaz de conformar pensamientos atemporales lejos de las leyes que rigen las curvas cónicas de Apolonio y las de los tiempos verbales Es entonces cuando me digo que yo conocí a Francisco Treceño arqueólogo vallisoletano especialista en la Edad del Hierro experto conocedor del foso del Castillo de la Mota y artesano de la madera que torneaba conos de Apolonio en Casasola de Arión»

Aún los tornea.


Francisco Treceño torneando madera en su taller


NOTAS:
Las fotografías fueron tomadas con mi teléfono móvil, pues me olvidé la cámara en casa, el 8 de junio de 2011, excepto la del Cono de Apolonio, que la tomé días más tarde en mi casa. Todo ello gracias a la cortesía de Francisco Treceño.
El esquema de las curvas cónicas procede de “Ciencia al día”.
Si a alguien le gusta o le ayuda este escrito me sentiré satisfecho de ello. Si lo reproduce, simplemente pido que cite la fuente.
Enlace de la página web de Francisco Treceño: http://www.artmadera.com/