lunes, 28 de octubre de 2013

Monólogos de estudio y de pereza

I. El título al final (De mi libro de cuentos «Monólogos de estudio y de pereza»)



Durante mucho tiempo te hablé como si fueras mi propia conciencia, y te decía: estamos a hoy, hoy es ahora, y ahora es lo más lejos que quiero llegar. Te lo he repetido cientos de veces. Si hubieras nacido te tendría que haber contado algo sobre mi historia, y los vacíos que sobre el pasado presenta mi memoria los tendría que haber cubierto con invenciones procedentes de la vida de otros, personajes de ficción que yo mismo me hubiera visto obligado a crear. Y tú hubieras leído y reconocido el vacío de cada palabra, haciéndote un hueco en el vértice de cada frase, supliendo con comas los vicios de cada párrafo. Cuando te escribo tengo a mi disposición decenas de miles de palabras, de las que yo sólo utilizaré un puñado de ellas. Si hubieras estado a mi lado hubieras puesto tú el resto, las que nunca serán escritas pues nunca llegaron a bordear mi conciencia. Sé que lo habrías hecho convertida en salteadora de historias y bandolera de librerías y bibliotecas. No, nunca podrás leer lo que escribo, como nunca yo pude tenerte entre mis brazos, ni pude acunarte, ni pude cantarte canciones para que te durmieras, ni cogerte la mano en las noches oscuras de insomnio por tu insuperable miedo a la oscuridad, que es el vacío, que es la nada. «Tápate la cabeza con la sabana», te hubiera recomendado, «la sábana te impedirá ver la oscuridad, de esa forma no podrá hacerte daño».

Te hubiera contado que me quedé solo, que estuve solo, que he estado solo, que estoy solo. Que los niños veían en mí algo raro y me esperaban a la salida de la escuela para tirarme piedras. Que yo huía, corría buscando refugio, y cuando llegaba a casa mi madre me preguntaba que qué me pasaba y yo le contestaba que nada, madre, que nada. Lo mismo que debió ver aquel cura bajito y con gafas que me ofreció meterme en su cama. Y yo salí corriendo y cuando llegué a mi casa me preguntó mi padre que qué me pasaba y yo le respondí que nada, padre, que nada. Y aquella intempestiva huida a los Picos de Europa con mi amigo de siempre que terminó en un cuartel de la Guardia Civil, fracasados, temblando de frío. ¿Qué íbamos buscando?

Estoy cansado de oír que qué joven estoy, que qué bien me queda el pelo corto, que hubiera sido lo que hubiera querido si hubiera tenido algún maestro, bueno o malo, pero uno. Nací raro, y los niños, que son listos y crueles, que se parecen a las palomas, no permiten que prospere nada que no se amolde al termino medio. Unas veces lo hacen por crueldad y otras por miedo.

Y quise darme la vuelta, volver sobre mis pasos, encontrar el lugar y el tiempo donde todo se quebró, donde me perdí, donde dejé de comprender el significado del tiempo interrumpido. Lo hice para recobrarlo y que no volviera a interrumpirse nunca más, o para perderme y desaparecer definitivamente. Creí que lo sabía todo hasta que aprendí que bien poco sabía, ahora me conformo con saber lo poco que sé, me disfrazo y me escondo detrás de mi sonrisa. Ya no me aflige que se rían de mí, que digan que me he equivocado de siglo, que me parezco al sacristán de la parroquia de Gonzalo de Berceo, no me importa. No tengo razones para ocultar la ternura, aunque la cultura dominante de mi época así lo exija. Me rebelo con violencia, convencido de que no sirve para la vida.

No te pido perdón porque no quiero que me perdones, porque es imposible que me perdones, porque no existes, porque nunca exististe, porque yo fui el que te impidió nacer. He sido, soy y seré responsable de mis actos. No pongo excusas.

Si hubieras nacido te hubiera enseñado mi habitación en mi casa de Madrid, en la que cada centímetro cuadrado lleva mi huella, donde se acumulan libros, notas, escritos, objetos cuyo significado tan solo yo conozco. Te hubiera enseñado mi otra casa, donde el exterior y el interior se unen a través de una lamina de vidrio que te permite salir y después entrar, estar dentro y a la vez estar fuera. Si hubieras querido habrías aprendido todo sobre mí.

Decidí por ti, pude y lo hice. No recibirás insultos ni sufrirás persecuciones y acosos, ningún pederasta podrá encapricharse de ti. Te quise proteger tanto que no es que te dejara desprotegida, simplemente no te permití ser. Tenía rabia, mucha rabia, rabia contra el mundo y fuiste tú la que terminó pagando y lo perdió todo. Nadie podrá perdonarme lo que no hice, nadie puede oler la flor de una planta cuya semilla no llegó a germinar.

Es cierto que nunca podrás mejorar lo que digo con tus análisis y comentarios, que esto que te escribo no sirve para nada, pero gracias a que un día se me ocurrió escribirte he podido decir las palabras que nunca a nadie hubiera sido capaz de dirigir. Mi lenguaje fluye a la vez que escribo y pienso en ti, pues escribo gracias a ti. Las palabras no son nuestras, las hemos ido aprendiendo poco a poco a lo largo de nuestra vida, las disfrutamos en precario, y cuando las usamos y las lanzamos al aire ya solo pertenecen a los que quieran escucharlas.

Tengo la lucidez del hombre cansado, y su pereza. También soy uno de los que quiso cambiar el mundo. Siento que no estoy entero, que sin ti estoy incompleto. Vivo en un constante duermevela, donde el sueño me libera al abrirme las esclusas del tiempo. Estuve largo tiempo esperando que algún tribunal dictara sentencia y al fin me condenara al exilio de la sociedad, del continente europeo, o del planeta. Pero nadie acude a hacer justicia, pues a los que tienen el poder sólo les interesa mi voto y mi dinero. Es demasiado tarde para construir puentes, y no sé si aún estoy a tiempo de abrir y cruzar puertas. La muerte nos iguala a todos. Te seguiré esperando en el lugar de siempre, donde debiste nacer, en ese muro blanco que oprime mi conciencia.

Palabras para la hija que nunca nació.

No hay lugar ni fecha.


lunes, 8 de julio de 2013

Once cuentos de espera


Foto: Luis Cejudo

1. Diana.
2. Entre ríos.
3. A este lado de la verja.
4. Candilejas.
5. Contádselo a vuestros hijos.
6. Sara.
7. La tía Ángela.
8. Laha.
9. Te estaré esperando en Puerta Cerrada.
10. Descansa y sueña.
Y 11. El puente rojo o un camino de ida y vuelta.







viernes, 26 de abril de 2013

7. La tía Ángela





Cuando Ángela vio que era la guardia civil y no Arnelio quien llamaba a la puerta de su casa, supo a ciencia cierta que a su hermano Roque lo iban a fusilar.

Roque había sido comisario político durante la guerra civil. La labor de un comisario político en una ciudad que, como Valdepeñas, vivió todo el conflicto en la retaguardia, consistía fundamentalmente en mantener alta la moral de las unidades del ejército asignadas, para que los soldados estuvieran en condiciones de entrar en combate en el momento que fueran requeridos para ello, así como conocer, informar y transmitir todo lo que fuera del interés de los combatientes.

Por razón de su cargo, a Roque le llegaba mucha información, que trascendía a las propias unidades militares. Conocía los movimientos y decisiones de los grupos extremistas que mataban, sin juicio previo, a todos los que consideraban sospechosos de fascistas o antirrevolucionarios. Nunca fue Roque, ni antes ni durante la guerra, amigo de la violencia injustificada. En muchas ocasiones avisaba a quien corría peligro para que se pusiera a salvo o huyera; así lo hizo varias veces con las monjas trinitarias. Y cuando los perseguidos no tenían posibilidad de escapatoria, les daba cobijo en su propia casa. Hizo la labor que le encomendó un gobierno que, a su juicio, había sido legítimamente elegido. Nunca ocultó que había salvado a muchos inocentes y siempre sostuvo que ninguna de sus decisiones había producido derramamiento de sangre fuera del campo de batalla.

Ángela era una persona muy distinta a su hermano. Católica practicante, conservadora de las de antes, había contraído matrimonio con un hombre mucho mayor que ella, que había enviudado a principios de la década de los treinta, y quien, según decían, y todos los indicios apuntaban a ello, era de los más ricos del pueblo. A los dos años  de contraer matrimonio, y después de haber transmitido la titularidad de gran parte de sus bienes inmuebles y de su fortuna a Ángela, a la que adoraba, con la finalidad de que sus tres hijas nacidas de su anterior matrimonio no pudieran impedir que su esposa llevara una vida digna para el resto de su vida, murió de una neumonía.

Poco después del comienzo de la guerra, Ángela conoció a Arnelio, el hijo de un terrateniente de Moral de Calatrava. Aunque según decían Arnelio había estado colaborando con la CEDA, cuando comenzó la contienda se adhirió a la causa republicana y, con el transcurso del tiempo, se convirtió en miembro del partido comunista, haciéndose poco a poco con el control del Ayuntamiento. Ángela se dejó llevar por la pasión y, alentada por su soledad y el estado de desinhibición moral que la guerra había causado, se hizo amante de Arnelio. Todos los días se veían en la casa que Ángela tenía en el Paseo de la Estación. No tenían secretos el uno para el otro.

Cuando todo hacía presagiar que la guerra iba a durar poco, que el vencedor iba a ser el General Franco, y que cuando los fascistas se hicieran con el poder, la represión y la venganza iba a provocar un estallido de muertes violentas, Ángela recomendó a Roque y a Arnelio que abandonaran el pueblo e intentaran salir de España. Tanto uno como el otro se negaron a hacerlo. Roque porque consideraba que nadie en su sano juicio pediría responsabilidades a una persona que no había hecho otra cosa durante toda la guerra que cumplir con su deber y salvar la vida de muchos inocentes. Arnelio no daba razones.

El mismo día que las tropas del General Franco entraron en Valdepeñas, Roque fue detenido, inmediatamente juzgado y condenado a muerte. Arnelio, sorprendentemente, no fue molestado. Ángela tenía que hacer algo para evitar que a su hermano Roque le mataran, y concertó una entrevista con el Gobernador Civil de Ciudad Real, amigo de su difunto marido. Intercedería por su hermano ante él, pediría a las hermanas trinitarias, a las que  Roque había salvado la vida, que dieran testimonio de su intachable comportamiento. El treinta de abril de mil novecientos treinta y nueve, Ángela quedó con Arnelio en que la recogería a las diez de la mañana en su casa del Paseo de la Estación.

Durante más de una hora estuvo Ángela esperando la llegada de Arnelio para dirigirse a Ciudad Real, pero, en lugar de Arnelio, fue la guardia civil la que se presentó. En ese momento no solo supo que a su hermano Roque lo iban a fusilar, también tuvo conocimiento de que su amante era un traidor. «Miserable envidia», se dijo a sí misma.

Ángela fue detenida e ingresada en la prisión de Valdepeñas, y a Roque le fusilaron. Fue la muerte de un hombre valiente y bueno, que confió que su comportamiento fuera en algún momento reconocido y recompensado.

Durante dos días Ángela se encontró perdida en la prisión. Estaba aturdida, se reprochaba no haberse dado cuenta de las verdaderas intenciones de Arnelio, no podía entender cómo ella, acostumbrada a conseguir todos sus propósitos, había perdido de aquella forma el control de la situación. Cuando más hundida se encontraba conoció a Alfonsa. Bajita, rechoncha, fea y con unas gafas horribles, contó a Ángela que era de Villanueva de los Infantes, que su marido había sido también comisario político como Roque, y que al finalizar la guerra civil habían sido detenidos, él fusilado y ella enviada a la prisión de Valdepeñas. Fue Alfonsa la que explicó a Ángela el funcionamiento de la prisión, en quién podía confiar y en quién no, cuáles eran los trucos para conseguir raciones extra de comida, jabón, colonia, agua caliente. Y lo que fue más importante: la protegió.

Ángela salió pronto de la cárcel; su hermano había sido fusilado, no había razones para mantenerla encerrada por más tiempo. Una vez en libertad removió Roma con Santiago para que su amiga Alfonsa fuera también liberada, y aunque no fue fácil, al final lo consiguió. La acogió en su casa, y hasta la muerte de Ángela en mil novecientos sesenta y seis, allí vivieron juntas compartiéndolo todo.

Fueron muchas las habladurías y rumores que sobre Alfonsa y Ángela se dijeron en el pueblo durante los casi treinta años que estuvieron viviendo juntas. Unos acusaron a Alfonsa de haber sido una mujer interesada y manipuladora que sedujo a Ángela para vivir a su costa y heredar sus bienes, otros que a Ángela le había trastornado su estancia en la cárcel, pero lo cierto es que Alfonsa dio a Ángela un motivo para vivir, la ilusión y alegría que necesitaba. La cuidó y protegió, no se separó de ella, tanto en los momentos buenos como en los malos.

Cuando Ángela contrajo la enfermedad que siete meses después le produciría la muerte, Alfonsa estuvo a su lado día y noche velando por ella. Le preparaba la comida, le daba de comer, la aseaba, le contaba historias. Sin protestar, sin un mal gesto, proporcionándole todo su cariño.

De todos es sabido en el pueblo que la tía Ángela amó profundamente a Alfonsa, e hizo saber a quién quiso escucharla que había recibido de ella todo lo que ningún hombre le había sabido dar.


En Soto del Real (Madrid), a veintiséis de abril de dos mil trece.



Fotos: Paseo de la Estación de Valdepeñas (Principios del siglo XX y en la actualidad).



jueves, 18 de abril de 2013

8. Laha


 



Y Luis conoció a Laha.

Luis había comenzado las prácticas como sargento de complemento en el campamento de Viator, muy cerca de Almería. Para un estudiante universitario era una forma cómoda de cumplir el servicio militar: dos meses de campamento, tres de academia y seis de prácticas. No es que le gustara la vida militar, pero desde que su padre muriera dos años antes, se le había despertado el espíritu aventurero. Tenía prisa, quería experimentar emociones fuertes, quería ver mundo, pelear. Había interrumpido sus estudios de historia en la Universidad Autónoma de Madrid para incorporarse a filas; la universidad no se la iban a llevar del lugar donde se encontraba. Se vivían tiempos revueltos. El general Franco estaba gravemente enfermo. En mayo de mil novecientos setenta y cinco una comisión de la ONU había visitado el Sahara Español a fin de informar sobre la situación de dicho territorio con vistas a su descolonización. El ejército estaba buscando oficiales y suboficiales que estuvieran dispuestos a dirigirse al Sahara. Y Luis se ofreció voluntario.

Tenía Luis veinte años cuando conoció a Laha, y Laha tenía dieciocho cuando conoció a Luis.

Una vez en el Aaiún le propusieron incorporarse a la policía territorial. Cada día era más frecuente que los policías saharauis que componían parte de esa unidad se pasaran al Frente Polisario con el armamento y todo el equipamiento que se les había proporcionado, y cada día se hacía más recomendable que fueran españoles los que los sustituyeran. Un universitario les vendría bien. Quince días fueron suficientes para su instrucción, y, una vez transcurridos, fue destinado a Smara, una ciudad situada al este de El Aaiún, en pleno desierto.

Luis conoció a Laha en Smara el tres de septiembre de mil novecientos setenta y cinco.

Fue de vuelta al acuartelamiento, después de que su patrulla hubiera sido detenida durante tres días por el ejército marroquí al haber sido interceptada en territorio de su soberanía, cuando la vio caminando por una calle de Smara. Estaba cansado y maloliente después de haber sufrido aquellos tres días en un lugar insalubre en donde los marroquíes acostumbraban a retener a los militares españoles que apresaban en su territorio. Laha llevaba una melhfa azul y blanca; un pañuelo blanco cubría su cabello. Mostraba su rostro. Sus ojos eran oscuros y brillantes. Volvía Laha a su casa después de haber estado durante una hora en el zoco comprando provisiones para su familia. «Tenga usted cuidado, mi sargento –le dijo un soldado que iba en el vehículo junto a él– se dice que su hermano es uno de los dirigentes del Frente Polisario». Laha también miró a Luis, y sonrió.

Luis se las arregló para coincidir con ella. Estudió sus costumbres y las horas a las que solía pasarse por el mercado. Le preguntó cómo se llamaba, de dónde era. Le contestó que se llamaba Laha y que era saharaui, aunque había nacido en Tinduf. «Ah, lo sabía, eres la luciérnaga de Tinduf, hacía tiempo que andábamos buscándote». Y Laha rió. Y muchos días vinieron después que pasaron juntos, mirándose, hablando, y no se sabe cuántas cosas más. Laha y Luis habían contraído aquella enfermedad hereditaria denominada mal de amores. Habían elegido lugar y hora donde quedaban a diario, excepto los días que el servicio de Luis se lo impedía.

Laha y Luis se hicieron amantes.

El dieciséis de octubre de mil novecientos setenta y cinco, el rey de Marruecos Hassan II anunció su propósito de liberar el Sahara Español, proclamándolo marroquí. Unos días más tarde, la policia territorial de Smara fue informada desde El Aaiún que elementos marroquíes habían atravesado la frontera y que se habían hecho pasar por seguidores del Frente Polisario, con el propósito de alentar al pueblo saharaui para que se enfrentará al ejército español. Aquel día de noviembre un grupo de personas de difícil identificación, en el que probablemente se encontraban súbditos marroquíes y simpatizantes del Frente Polisario, armados con mosquetones y subfusiles, se habían ido concentrando y se dirigían al zoco. La policía territorial recibió la orden de interceptar y disolver al grupo.

Durante más de dos horas estuvo Laha esperando a Luis en el lugar acostumbrado. Pero Luis no llegó, estaba acuartelado, y justo en ese momento salía de patrulla junto a un teniente, dos cabos y diez soldados. El encuentro con los insurgentes fue justo frente a las ruinas de la mezquita, muy cerca del lugar donde se encontraba con Laha. Un disparo alcanzó al teniente y lo derribó. Un cabo se acercó a él y comprobó que la herida era mortal: «mi sargento, está usted al mando». Los manifestantes volcaban coches, les gritaban, les insultaban, les tiraban piedras; también les estaban disparando. Luis ordenó cuerpo a tierra y cargar las armas. Por tres veces consecutivas ordenó disparar al aire intentando amedrentar a aquella muchedumbre, pero dos soldados fueron alcanzados por disparos. Entonces pensó que había llegado el momento. Tenía que ordenar abrir fuego contra la multitud, y lo hizo. Y en aquel momento vio a Laha. Vio como caía ensangrentada. Corrió hacia ella mientras uno de los cabos le gritaba «mi sargento, no lo haga». Durante un buen rato la tuvo entre sus brazos presenciando como su respiración se silenciaba.

Laha había sido alcanzada por los disparos que Luis había ordenado disparar. Estaba muerta.

Arrastrando el cuerpo sin vida del teniente y realizando disparos esporádicos de intimidación, Luis y los doce miembros de la policía territorial saharaui que estaban a su mando llegaron al cuartel de las tropas nómadas donde les estaban esperando. El cuartel general dio orden de que todos los involucrados en la operación se dirigieran inmediatamente a El Aaiún. Desde allí en un Hércules destartalado fueron conducidos a Las Palmas, y desde Las Palmas a la base militar de Getafe. Interrogatorios, gritos, Insultos. Ahora todos se preguntaban cómo había sido posible que una misión de esa naturaleza hubiera quedado al mando de un sargento de complemento de veinte años.

Mientras tanto, tuvo lugar la marcha verde, se firmaban los acuerdos de Madrid y las tropas españolas abandonaban el Sahara Español sin haber disparado un solo tiro, decían. Los políticos franquistas habían decidido entregar la administración del territorio a Marruecos y a Mauritania antes de entrar en una guerra de imprevisibles consecuencias. El coronel encargado del caso decidió cerrarlo, al fin y al cabo «ese chaval había tenido más cojones que todos los políticos juntos, que habían entregado el Sahara Español a Marruecos de una forma vergonzante». Jamás Luis tuvo la impresión de haber sido protagonista de un acto valeroso. Durante todo el tiempo que duró el enfrentamiento había tenido la impresión de ser conducido por alguien que le tenía bajo su control. Hasta pasado un tiempo, no fue consciente de ninguna de sus decisiones, de ninguno de sus movimientos.

En las pupilas de Luis aún continúan grabadas todas las imágenes de aquel día. Los disparos, el desconcierto, el caos, todo fuera de control. Muchos años después, cuando escuchó a ilustres pensadores hablar de la guerra justa, no pudo por más que sentir una inmensa sensación de tristeza. Las guerras son siempre injustas, en ellas siempre se mata, siempre hay inocentes que mueren. Son aquellos seres humanos a los que él ordenó matar los que día a día se habían encargado de desgarrar su vida. Siempre habrá pensadores que hablarán sobre lo que es justo e injusto en las guerras, que tratarán de exigir a otros que en situaciones límite actúen con la justicia que solo produce el estruendo de una ráfaga de ametralladora, de una bala perdida que siempre termina impactando en un inocente.

Una y otra vez recordaba lo que pensó en el avión que le trasladaba desde El Aaiún a Las Palmas. Los labios de Laha, sus ojos, su sonrisa. Su templada voz acompañada de ese gracioso acento saharaui cuanto le preguntaba que quién era su luciérnaga. Y ella contestaba riéndose «no lo sé». Los hijos que pudieron tener y que nunca nacerían, la promesa de una vida mejor alejada del desierto, una promesa que nunca podría cumplir. Y qué fácil hubiera sido saltar del avión y terminar definitivamente con aquel infierno. Pero no hubiera sido ese castigo proporcional al daño causado. Necesitaba vivir día a día aquellos momentos, arrastrando todos aquellos recuerdos, sintiendo que su corazón era día a día devorado por ellos: un golpe duro y diario, una vergüenza duradera, un castigo doloroso, continuo e indefinido. Le dolía, y cuanto más le dolía más daño quería hacerse.

Luis buscó a Laha en cada una de las mujeres que conoció a lo largo de su vida. La echaba de menos. Aún hoy la sigue buscando.


En Madrid, a dieciocho de abril de dos mil trece.





jueves, 21 de marzo de 2013

5. Contádselo a vuestros hijos




La noche del cuatro de septiembre de mil ochocientos sesenta y nueve, Giussepe Tomasi Mecatti la pasó jugando a las cartas. 

Mecatti era originario de Forlimpopoli, ciudad situada en la región italiana de Emilia-Romaña. Había venido a España por razones desconocidas, aunque se decía que no tuvo más remedio que huir, acuciado por las deudas acumuladas por su afición al juego. Su atractivo físico y su seductora conversación dieron como resultado que Sofía, una joven de dieciocho años, muy guapa y de buena familia, se enamorara de Giuseppe, y él, que de forma inmediata identificó este hecho como un medio seguro para medrar, aprovechó la ocasión y se casó con ella. Antes de que se cumpliera el primer año de su matrimonio nació una niña, a la que llamaron Minerva, diosa de la sabiduría y de las artes, nombre que fue propuesto por Mecatti, y que  sin duda fue fruto de esos aires de grandeza que suelen acompañar al carácter ruin de ciertos hombres.

Sin oficio ni beneficio, había entrado a trabajar en los Pozos de la Nieve, situados al final de la calle de Fuencarral, gracias a los auspicios de su suegro, don Vicente, comerciante que gozaba de un gran prestigio en el Madrid de aquella época.

Aquella noche, la suerte dio la espalda a Mecatti. Había perdido el sueldo de la semana, los ahorros que cuidadosamente había ido acumulando Sofía, el reloj que le regaló su suegro el día de la boda, el anillo, la cadena y la cruz de oro, el mobiliario de su casa, ya no le quedaba nada más que pudiera ser aceptado por sus contrincantes. Solo le quedaba su mujer. Y se la jugó. Y la perdió.

Cualquier persona normal hubiera considerado que una mujer no puede ser objeto de apuesta en un juego de azar, pero a Jaime Vega, persona conocida en los medios menos recomendables de la ciudad, poco le importaba que fuera o no procedente tal apuesta. Sofía era suya, se la había ganado a su marido jugando a las cartas.

Sofía había pasado toda la noche en vela, esperando a su marido, sentada en una silla mientras miraba a su hija cómo dormía plácidamente. No era la primera vez que Giuseppe se pasaba toda la noche fuera de casa, de todos era ya conocida su afición al juego. Cuando llamaron a la puerta estaba amaneciendo. Por un momento pensó que además de llegar sin dinero lo hacía borracho, pues él tenía su propia llave. Cuando abrió y vio a aquellos dos hombres que la reclamaban como de su propiedad, no entendió nada. Sofía se negó, les hizo frente, la agarraron, forcejearon, consiguió zafarse de ellos, y gritando corrió hacia la cocina aterrorizada en busca de un cuchillo para defenderse. Los gritos de auxilio hicieron que los vecinos salieran al descansillo para ver qué era lo que ocurría. Jaime Vega y su acompañante, ante el revuelo que se había organizado, no tuvieron más remedio que huir escaleras abajo.

Sofía despertó a Minerva, en cinco minutos salió despavorida de la casa llevando a su hija en brazos y una bolsa en la que había metido lo primero que encontró a mano. Estaba muy asustada, pero debía llegar a la Plazuela del Conde de Miranda donde vivía su padre. Se sentía acosada, la perseguían. Desde la calle de Barquillo se dirigió a la de Alcalá, y una vez en la Puerta del Sol se sintió incapaz de llegar a su destino, estaba agotada. Tomó la calle Arenal y puso rumbo al Convento de las Descalzas, allí las monjas les darían cobijo. Nadie sabe cómo, pero lo consiguió.

A la mañana siguiente, las monjas hicieron llegar a don Vicente noticias del paradero de su hija y de su nieta. Él mismo, acompañado de algunos sirvientes, fueron a recogerlas. Sofía y Minerva subieron al coche de caballos que las esperaba a la puerta del Convento, y que las conduciría a la finca que don Vicente tenía en Navalcarnero. Allí estarían a salvo de los hermanos Vega y de Mecatti, si es que a esas alturas todavía seguía con vida.

Aquella niña, Minerva, tuvo un hijo, quien más tarde se convertiría en mi abuelo Matías. Y Matías tuvo una hija, que más tarde se convertiría en mi madre. Sofía contó a Minerva todo lo que había sucedido aquel día de septiembre, y le pidió que esa historia no fuera olvidada, que fuera transmitida de generación en generación. Y fue de esa forma como llegó a mi conocimiento, mi madre me la contó; y tal como ella lo hizo, ahora la cuento yo. 

Pero a pesar de reconocer el disparate que cometió mi tatarabuelo, siempre fui consciente de que soy portador de sus genes, y que, me guste o no, a su afición al juego debo mi existencia. Todos somos mezcla de lo bueno y de lo malo, y sin duda descendientes de ambas cosas.

Mientras escribía esta historia he tenido una extraña sensación, como si alguien se encontrara a mi lado. Es una de esas sensaciones que son producidas por los deseos más íntimos, esos deseos que son de imposible cumplimiento, pues desafían las leyes del tiempo y del espacio. Me hubiera gustado tanto conocer a mi tercera abuela Sofía, que he tenido la sensación de tenerla junto a mí. Y si así hubiera sido, creo que se habría acercado, me hubiera acariciado suavemente el hombro, y me hubiera dicho: «hijo, por favor, no se te olvide terminar la historia con estas palabras: “contádselo a vuestros hijos”».


En Madrid, a veintidós de marzo de dos mil trece.