Y
Luis conoció a Laha.
Luis
había comenzado las prácticas como sargento de complemento en el campamento de
Viator, muy cerca de Almería. Para un estudiante universitario era una forma
cómoda de cumplir el servicio militar: dos meses de campamento, tres de
academia y seis de prácticas. No es que le gustara la vida militar, pero desde
que su padre muriera dos años antes, se le había despertado el espíritu
aventurero. Tenía prisa, quería experimentar emociones fuertes, quería ver
mundo, pelear. Había interrumpido sus estudios de historia en la Universidad Autónoma
de Madrid para incorporarse a filas; la universidad no se la iban a llevar del
lugar donde se encontraba. Se vivían tiempos revueltos. El general Franco
estaba gravemente enfermo. En mayo de mil novecientos setenta y cinco una
comisión de la ONU había visitado el Sahara Español a fin de informar sobre la
situación de dicho territorio con vistas a su descolonización. El ejército
estaba buscando oficiales y suboficiales que estuvieran dispuestos a dirigirse
al Sahara. Y Luis se ofreció voluntario.
Tenía
Luis veinte años cuando conoció a Laha, y Laha tenía dieciocho cuando conoció a
Luis.
Una
vez en el Aaiún le propusieron incorporarse a la policía territorial. Cada día era más frecuente que los policías saharauis que componían parte de esa unidad
se pasaran al Frente Polisario con el armamento y todo el equipamiento que se
les había proporcionado, y cada día se hacía más recomendable que fueran
españoles los que los sustituyeran. Un universitario les vendría bien. Quince
días fueron suficientes para su instrucción, y, una vez transcurridos, fue
destinado a Smara, una ciudad situada al este de El Aaiún, en pleno desierto.
Luis
conoció a Laha en Smara el tres de septiembre de mil novecientos setenta y
cinco.
Fue
de vuelta al acuartelamiento, después de que su patrulla hubiera sido detenida durante tres días
por el ejército marroquí al haber sido interceptada en territorio de su
soberanía, cuando la vio caminando por una calle de Smara. Estaba cansado y
maloliente después de haber sufrido aquellos tres días en un lugar insalubre en donde los marroquíes acostumbraban a retener a los militares españoles que
apresaban en su territorio. Laha llevaba una melhfa azul y blanca; un pañuelo
blanco cubría su cabello. Mostraba su rostro. Sus ojos eran oscuros y
brillantes. Volvía Laha a su casa después de
haber estado durante una hora en el zoco comprando provisiones para su familia.
«Tenga
usted cuidado, mi sargento –le dijo un soldado que iba en el vehículo junto a
él– se dice que su hermano es uno de los dirigentes del Frente Polisario».
Laha también miró a Luis, y sonrió.
Luis
se las arregló para coincidir con ella. Estudió sus costumbres y las horas a las que solía pasarse por el mercado. Le preguntó cómo se llamaba, de dónde era. Le contestó que se llamaba Laha y que era saharaui, aunque había nacido en Tinduf. «Ah,
lo sabía, eres la luciérnaga de Tinduf, hacía tiempo que andábamos buscándote». Y
Laha rió. Y muchos días vinieron después que pasaron juntos, mirándose, hablando, y no se
sabe cuántas cosas más. Laha y Luis habían contraído aquella enfermedad
hereditaria denominada mal de amores. Habían elegido lugar y hora donde
quedaban a diario, excepto los días que el servicio de Luis se lo impedía.
Laha
y Luis se hicieron amantes.
El
dieciséis de octubre de mil novecientos setenta y cinco, el rey de Marruecos
Hassan II anunció su propósito de liberar el Sahara Español, proclamándolo
marroquí. Unos días más tarde, la policia territorial de Smara fue informada desde El Aaiún que elementos
marroquíes habían atravesado la frontera y que se habían hecho pasar por seguidores
del Frente Polisario, con el propósito de alentar al pueblo saharaui para que
se enfrentará al ejército español. Aquel día de noviembre un grupo de personas
de difícil identificación, en el que probablemente se encontraban súbditos
marroquíes y simpatizantes del Frente Polisario, armados con mosquetones y
subfusiles, se habían ido concentrando y se dirigían al zoco. La policía territorial
recibió la orden de interceptar y disolver al grupo.
Durante
más de dos horas estuvo Laha esperando a Luis en el lugar acostumbrado. Pero
Luis no llegó, estaba acuartelado, y justo en ese momento salía de patrulla
junto a un teniente, dos cabos y diez soldados. El encuentro con los insurgentes fue justo frente a
las ruinas de la mezquita, muy cerca del lugar donde se encontraba con Laha.
Un disparo alcanzó al teniente y lo derribó. Un cabo se acercó a él y comprobó
que la herida era mortal: «mi sargento, está usted al mando». Los
manifestantes volcaban coches, les gritaban, les insultaban, les tiraban
piedras; también les estaban disparando. Luis ordenó cuerpo a tierra y
cargar las armas. Por tres veces consecutivas ordenó disparar al aire
intentando amedrentar a aquella muchedumbre, pero dos soldados fueron
alcanzados por disparos. Entonces pensó que había llegado el momento. Tenía que
ordenar abrir fuego contra la multitud, y lo hizo. Y en aquel momento vio a
Laha. Vio como caía ensangrentada. Corrió hacia ella mientras uno de los cabos le gritaba «mi sargento, no lo haga». Durante un buen rato la tuvo
entre sus brazos presenciando como su respiración se silenciaba.
Laha
había sido alcanzada por los disparos que Luis había ordenado disparar. Estaba muerta.
Arrastrando
el cuerpo sin vida del teniente y realizando disparos esporádicos de
intimidación, Luis y los doce miembros de la policía territorial saharaui que
estaban a su mando llegaron al cuartel de las tropas nómadas donde les estaban
esperando. El cuartel general dio orden de que todos los involucrados en la
operación se dirigieran inmediatamente a El Aaiún. Desde allí en un Hércules
destartalado fueron conducidos a Las Palmas, y desde Las Palmas a la base militar
de Getafe. Interrogatorios, gritos, Insultos. Ahora todos se preguntaban cómo
había sido posible que una misión de esa naturaleza hubiera quedado al mando de
un sargento de complemento de veinte años.
Mientras
tanto, tuvo lugar la marcha verde, se firmaban los acuerdos de Madrid y las tropas españolas abandonaban el
Sahara Español sin haber disparado un solo tiro, decían. Los políticos
franquistas habían decidido entregar la administración del territorio a
Marruecos y a Mauritania antes de entrar en una guerra de imprevisibles
consecuencias. El coronel encargado del caso decidió cerrarlo, al fin y al cabo
«ese
chaval había tenido más cojones que todos los políticos juntos, que habían
entregado el Sahara Español a Marruecos de una forma vergonzante». Jamás
Luis tuvo la impresión de haber sido protagonista de un acto valeroso. Durante
todo el tiempo que duró el enfrentamiento había tenido la impresión de ser
conducido por alguien que le tenía bajo su control. Hasta pasado un tiempo, no
fue consciente de ninguna de sus decisiones, de ninguno de sus movimientos.
En
las pupilas de Luis aún continúan grabadas todas las imágenes de aquel día.
Los disparos, el desconcierto, el caos, todo fuera de control. Muchos años
después, cuando escuchó a ilustres pensadores hablar de la guerra justa, no pudo
por más que sentir una inmensa sensación de tristeza. Las guerras son siempre injustas, en ellas siempre
se mata, siempre hay inocentes que mueren. Son aquellos seres humanos a los que
él ordenó matar los que día a día se habían encargado de desgarrar su vida. Siempre
habrá pensadores que hablarán sobre lo que es justo e injusto en las guerras, que tratarán de exigir a otros que en situaciones límite actúen con la
justicia que solo produce el estruendo de una ráfaga de ametralladora, de una
bala perdida que siempre termina impactando en un inocente.
Una y otra vez recordaba lo que pensó en el avión que le trasladaba desde El Aaiún a Las Palmas. Los labios de Laha, sus ojos, su sonrisa. Su templada voz acompañada de ese gracioso acento saharaui cuanto le preguntaba que quién era su luciérnaga. Y ella contestaba riéndose «no lo sé». Los hijos que pudieron tener y que nunca nacerían, la promesa de una vida mejor alejada del desierto, una promesa que nunca podría cumplir. Y qué fácil hubiera sido saltar del avión y terminar definitivamente con aquel infierno. Pero no hubiera sido ese castigo proporcional al daño causado. Necesitaba vivir día a día aquellos momentos, arrastrando todos aquellos recuerdos, sintiendo que su corazón era día a día devorado por ellos: un golpe duro y diario, una vergüenza duradera, un castigo doloroso, continuo e indefinido. Le dolía, y cuanto más le dolía más daño quería hacerse.
Una y otra vez recordaba lo que pensó en el avión que le trasladaba desde El Aaiún a Las Palmas. Los labios de Laha, sus ojos, su sonrisa. Su templada voz acompañada de ese gracioso acento saharaui cuanto le preguntaba que quién era su luciérnaga. Y ella contestaba riéndose «no lo sé». Los hijos que pudieron tener y que nunca nacerían, la promesa de una vida mejor alejada del desierto, una promesa que nunca podría cumplir. Y qué fácil hubiera sido saltar del avión y terminar definitivamente con aquel infierno. Pero no hubiera sido ese castigo proporcional al daño causado. Necesitaba vivir día a día aquellos momentos, arrastrando todos aquellos recuerdos, sintiendo que su corazón era día a día devorado por ellos: un golpe duro y diario, una vergüenza duradera, un castigo doloroso, continuo e indefinido. Le dolía, y cuanto más le dolía más daño quería hacerse.
Luis
buscó a Laha en cada una de las mujeres que conoció a lo largo de su vida. La
echaba de menos. Aún hoy la sigue buscando.
En
Madrid, a dieciocho de abril de dos mil trece.
No hay comentarios:
Publicar un comentario