lunes, 28 de octubre de 2013

Monólogos de estudio y de pereza

I. El título al final (De mi libro de cuentos «Monólogos de estudio y de pereza»)



Durante mucho tiempo te hablé como si fueras mi propia conciencia, y te decía: estamos a hoy, hoy es ahora, y ahora es lo más lejos que quiero llegar. Te lo he repetido cientos de veces. Si hubieras nacido te tendría que haber contado algo sobre mi historia, y los vacíos que sobre el pasado presenta mi memoria los tendría que haber cubierto con invenciones procedentes de la vida de otros, personajes de ficción que yo mismo me hubiera visto obligado a crear. Y tú hubieras leído y reconocido el vacío de cada palabra, haciéndote un hueco en el vértice de cada frase, supliendo con comas los vicios de cada párrafo. Cuando te escribo tengo a mi disposición decenas de miles de palabras, de las que yo sólo utilizaré un puñado de ellas. Si hubieras estado a mi lado hubieras puesto tú el resto, las que nunca serán escritas pues nunca llegaron a bordear mi conciencia. Sé que lo habrías hecho convertida en salteadora de historias y bandolera de librerías y bibliotecas. No, nunca podrás leer lo que escribo, como nunca yo pude tenerte entre mis brazos, ni pude acunarte, ni pude cantarte canciones para que te durmieras, ni cogerte la mano en las noches oscuras de insomnio por tu insuperable miedo a la oscuridad, que es el vacío, que es la nada. «Tápate la cabeza con la sabana», te hubiera recomendado, «la sábana te impedirá ver la oscuridad, de esa forma no podrá hacerte daño».

Te hubiera contado que me quedé solo, que estuve solo, que he estado solo, que estoy solo. Que los niños veían en mí algo raro y me esperaban a la salida de la escuela para tirarme piedras. Que yo huía, corría buscando refugio, y cuando llegaba a casa mi madre me preguntaba que qué me pasaba y yo le contestaba que nada, madre, que nada. Lo mismo que debió ver aquel cura bajito y con gafas que me ofreció meterme en su cama. Y yo salí corriendo y cuando llegué a mi casa me preguntó mi padre que qué me pasaba y yo le respondí que nada, padre, que nada. Y aquella intempestiva huida a los Picos de Europa con mi amigo de siempre que terminó en un cuartel de la Guardia Civil, fracasados, temblando de frío. ¿Qué íbamos buscando?

Estoy cansado de oír que qué joven estoy, que qué bien me queda el pelo corto, que hubiera sido lo que hubiera querido si hubiera tenido algún maestro, bueno o malo, pero uno. Nací raro, y los niños, que son listos y crueles, que se parecen a las palomas, no permiten que prospere nada que no se amolde al termino medio. Unas veces lo hacen por crueldad y otras por miedo.

Y quise darme la vuelta, volver sobre mis pasos, encontrar el lugar y el tiempo donde todo se quebró, donde me perdí, donde dejé de comprender el significado del tiempo interrumpido. Lo hice para recobrarlo y que no volviera a interrumpirse nunca más, o para perderme y desaparecer definitivamente. Creí que lo sabía todo hasta que aprendí que bien poco sabía, ahora me conformo con saber lo poco que sé, me disfrazo y me escondo detrás de mi sonrisa. Ya no me aflige que se rían de mí, que digan que me he equivocado de siglo, que me parezco al sacristán de la parroquia de Gonzalo de Berceo, no me importa. No tengo razones para ocultar la ternura, aunque la cultura dominante de mi época así lo exija. Me rebelo con violencia, convencido de que no sirve para la vida.

No te pido perdón porque no quiero que me perdones, porque es imposible que me perdones, porque no existes, porque nunca exististe, porque yo fui el que te impidió nacer. He sido, soy y seré responsable de mis actos. No pongo excusas.

Si hubieras nacido te hubiera enseñado mi habitación en mi casa de Madrid, en la que cada centímetro cuadrado lleva mi huella, donde se acumulan libros, notas, escritos, objetos cuyo significado tan solo yo conozco. Te hubiera enseñado mi otra casa, donde el exterior y el interior se unen a través de una lamina de vidrio que te permite salir y después entrar, estar dentro y a la vez estar fuera. Si hubieras querido habrías aprendido todo sobre mí.

Decidí por ti, pude y lo hice. No recibirás insultos ni sufrirás persecuciones y acosos, ningún pederasta podrá encapricharse de ti. Te quise proteger tanto que no es que te dejara desprotegida, simplemente no te permití ser. Tenía rabia, mucha rabia, rabia contra el mundo y fuiste tú la que terminó pagando y lo perdió todo. Nadie podrá perdonarme lo que no hice, nadie puede oler la flor de una planta cuya semilla no llegó a germinar.

Es cierto que nunca podrás mejorar lo que digo con tus análisis y comentarios, que esto que te escribo no sirve para nada, pero gracias a que un día se me ocurrió escribirte he podido decir las palabras que nunca a nadie hubiera sido capaz de dirigir. Mi lenguaje fluye a la vez que escribo y pienso en ti, pues escribo gracias a ti. Las palabras no son nuestras, las hemos ido aprendiendo poco a poco a lo largo de nuestra vida, las disfrutamos en precario, y cuando las usamos y las lanzamos al aire ya solo pertenecen a los que quieran escucharlas.

Tengo la lucidez del hombre cansado, y su pereza. También soy uno de los que quiso cambiar el mundo. Siento que no estoy entero, que sin ti estoy incompleto. Vivo en un constante duermevela, donde el sueño me libera al abrirme las esclusas del tiempo. Estuve largo tiempo esperando que algún tribunal dictara sentencia y al fin me condenara al exilio de la sociedad, del continente europeo, o del planeta. Pero nadie acude a hacer justicia, pues a los que tienen el poder sólo les interesa mi voto y mi dinero. Es demasiado tarde para construir puentes, y no sé si aún estoy a tiempo de abrir y cruzar puertas. La muerte nos iguala a todos. Te seguiré esperando en el lugar de siempre, donde debiste nacer, en ese muro blanco que oprime mi conciencia.

Palabras para la hija que nunca nació.

No hay lugar ni fecha.


lunes, 8 de julio de 2013

Once cuentos de espera


Foto: Luis Cejudo

1. Diana.
2. Entre ríos.
3. A este lado de la verja.
4. Candilejas.
5. Contádselo a vuestros hijos.
6. Sara.
7. La tía Ángela.
8. Laha.
9. Te estaré esperando en Puerta Cerrada.
10. Descansa y sueña.
Y 11. El puente rojo o un camino de ida y vuelta.







viernes, 26 de abril de 2013

7. La tía Ángela





Cuando Ángela vio que era la guardia civil y no Arnelio quien llamaba a la puerta de su casa, supo a ciencia cierta que a su hermano Roque lo iban a fusilar.

Roque había sido comisario político durante la guerra civil. La labor de un comisario político en una ciudad que, como Valdepeñas, vivió todo el conflicto en la retaguardia, consistía fundamentalmente en mantener alta la moral de las unidades del ejército asignadas, para que los soldados estuvieran en condiciones de entrar en combate en el momento que fueran requeridos para ello, así como conocer, informar y transmitir todo lo que fuera del interés de los combatientes.

Por razón de su cargo, a Roque le llegaba mucha información, que trascendía a las propias unidades militares. Conocía los movimientos y decisiones de los grupos extremistas que mataban, sin juicio previo, a todos los que consideraban sospechosos de fascistas o antirrevolucionarios. Nunca fue Roque, ni antes ni durante la guerra, amigo de la violencia injustificada. En muchas ocasiones avisaba a quien corría peligro para que se pusiera a salvo o huyera; así lo hizo varias veces con las monjas trinitarias. Y cuando los perseguidos no tenían posibilidad de escapatoria, les daba cobijo en su propia casa. Hizo la labor que le encomendó un gobierno que, a su juicio, había sido legítimamente elegido. Nunca ocultó que había salvado a muchos inocentes y siempre sostuvo que ninguna de sus decisiones había producido derramamiento de sangre fuera del campo de batalla.

Ángela era una persona muy distinta a su hermano. Católica practicante, conservadora de las de antes, había contraído matrimonio con un hombre mucho mayor que ella, que había enviudado a principios de la década de los treinta, y quien, según decían, y todos los indicios apuntaban a ello, era de los más ricos del pueblo. A los dos años  de contraer matrimonio, y después de haber transmitido la titularidad de gran parte de sus bienes inmuebles y de su fortuna a Ángela, a la que adoraba, con la finalidad de que sus tres hijas nacidas de su anterior matrimonio no pudieran impedir que su esposa llevara una vida digna para el resto de su vida, murió de una neumonía.

Poco después del comienzo de la guerra, Ángela conoció a Arnelio, el hijo de un terrateniente de Moral de Calatrava. Aunque según decían Arnelio había estado colaborando con la CEDA, cuando comenzó la contienda se adhirió a la causa republicana y, con el transcurso del tiempo, se convirtió en miembro del partido comunista, haciéndose poco a poco con el control del Ayuntamiento. Ángela se dejó llevar por la pasión y, alentada por su soledad y el estado de desinhibición moral que la guerra había causado, se hizo amante de Arnelio. Todos los días se veían en la casa que Ángela tenía en el Paseo de la Estación. No tenían secretos el uno para el otro.

Cuando todo hacía presagiar que la guerra iba a durar poco, que el vencedor iba a ser el General Franco, y que cuando los fascistas se hicieran con el poder, la represión y la venganza iba a provocar un estallido de muertes violentas, Ángela recomendó a Roque y a Arnelio que abandonaran el pueblo e intentaran salir de España. Tanto uno como el otro se negaron a hacerlo. Roque porque consideraba que nadie en su sano juicio pediría responsabilidades a una persona que no había hecho otra cosa durante toda la guerra que cumplir con su deber y salvar la vida de muchos inocentes. Arnelio no daba razones.

El mismo día que las tropas del General Franco entraron en Valdepeñas, Roque fue detenido, inmediatamente juzgado y condenado a muerte. Arnelio, sorprendentemente, no fue molestado. Ángela tenía que hacer algo para evitar que a su hermano Roque le mataran, y concertó una entrevista con el Gobernador Civil de Ciudad Real, amigo de su difunto marido. Intercedería por su hermano ante él, pediría a las hermanas trinitarias, a las que  Roque había salvado la vida, que dieran testimonio de su intachable comportamiento. El treinta de abril de mil novecientos treinta y nueve, Ángela quedó con Arnelio en que la recogería a las diez de la mañana en su casa del Paseo de la Estación.

Durante más de una hora estuvo Ángela esperando la llegada de Arnelio para dirigirse a Ciudad Real, pero, en lugar de Arnelio, fue la guardia civil la que se presentó. En ese momento no solo supo que a su hermano Roque lo iban a fusilar, también tuvo conocimiento de que su amante era un traidor. «Miserable envidia», se dijo a sí misma.

Ángela fue detenida e ingresada en la prisión de Valdepeñas, y a Roque le fusilaron. Fue la muerte de un hombre valiente y bueno, que confió que su comportamiento fuera en algún momento reconocido y recompensado.

Durante dos días Ángela se encontró perdida en la prisión. Estaba aturdida, se reprochaba no haberse dado cuenta de las verdaderas intenciones de Arnelio, no podía entender cómo ella, acostumbrada a conseguir todos sus propósitos, había perdido de aquella forma el control de la situación. Cuando más hundida se encontraba conoció a Alfonsa. Bajita, rechoncha, fea y con unas gafas horribles, contó a Ángela que era de Villanueva de los Infantes, que su marido había sido también comisario político como Roque, y que al finalizar la guerra civil habían sido detenidos, él fusilado y ella enviada a la prisión de Valdepeñas. Fue Alfonsa la que explicó a Ángela el funcionamiento de la prisión, en quién podía confiar y en quién no, cuáles eran los trucos para conseguir raciones extra de comida, jabón, colonia, agua caliente. Y lo que fue más importante: la protegió.

Ángela salió pronto de la cárcel; su hermano había sido fusilado, no había razones para mantenerla encerrada por más tiempo. Una vez en libertad removió Roma con Santiago para que su amiga Alfonsa fuera también liberada, y aunque no fue fácil, al final lo consiguió. La acogió en su casa, y hasta la muerte de Ángela en mil novecientos sesenta y seis, allí vivieron juntas compartiéndolo todo.

Fueron muchas las habladurías y rumores que sobre Alfonsa y Ángela se dijeron en el pueblo durante los casi treinta años que estuvieron viviendo juntas. Unos acusaron a Alfonsa de haber sido una mujer interesada y manipuladora que sedujo a Ángela para vivir a su costa y heredar sus bienes, otros que a Ángela le había trastornado su estancia en la cárcel, pero lo cierto es que Alfonsa dio a Ángela un motivo para vivir, la ilusión y alegría que necesitaba. La cuidó y protegió, no se separó de ella, tanto en los momentos buenos como en los malos.

Cuando Ángela contrajo la enfermedad que siete meses después le produciría la muerte, Alfonsa estuvo a su lado día y noche velando por ella. Le preparaba la comida, le daba de comer, la aseaba, le contaba historias. Sin protestar, sin un mal gesto, proporcionándole todo su cariño.

De todos es sabido en el pueblo que la tía Ángela amó profundamente a Alfonsa, e hizo saber a quién quiso escucharla que había recibido de ella todo lo que ningún hombre le había sabido dar.


En Soto del Real (Madrid), a veintiséis de abril de dos mil trece.



Fotos: Paseo de la Estación de Valdepeñas (Principios del siglo XX y en la actualidad).



jueves, 21 de marzo de 2013

5. Contádselo a vuestros hijos




La noche del cuatro de septiembre de mil ochocientos sesenta y nueve, Giussepe Tomasi Mecatti la pasó jugando a las cartas. 

Mecatti era originario de Forlimpopoli, ciudad situada en la región italiana de Emilia-Romaña. Había venido a España por razones desconocidas, aunque se decía que no tuvo más remedio que huir, acuciado por las deudas acumuladas por su afición al juego. Su atractivo físico y su seductora conversación dieron como resultado que Sofía, una joven de dieciocho años, muy guapa y de buena familia, se enamorara de Giuseppe, y él, que de forma inmediata identificó este hecho como un medio seguro para medrar, aprovechó la ocasión y se casó con ella. Antes de que se cumpliera el primer año de su matrimonio nació una niña, a la que llamaron Minerva, diosa de la sabiduría y de las artes, nombre que fue propuesto por Mecatti, y que  sin duda fue fruto de esos aires de grandeza que suelen acompañar al carácter ruin de ciertos hombres.

Sin oficio ni beneficio, había entrado a trabajar en los Pozos de la Nieve, situados al final de la calle de Fuencarral, gracias a los auspicios de su suegro, don Vicente, comerciante que gozaba de un gran prestigio en el Madrid de aquella época.

Aquella noche, la suerte dio la espalda a Mecatti. Había perdido el sueldo de la semana, los ahorros que cuidadosamente había ido acumulando Sofía, el reloj que le regaló su suegro el día de la boda, el anillo, la cadena y la cruz de oro, el mobiliario de su casa, ya no le quedaba nada más que pudiera ser aceptado por sus contrincantes. Solo le quedaba su mujer. Y se la jugó. Y la perdió.

Cualquier persona normal hubiera considerado que una mujer no puede ser objeto de apuesta en un juego de azar, pero a Jaime Vega, persona conocida en los medios menos recomendables de la ciudad, poco le importaba que fuera o no procedente tal apuesta. Sofía era suya, se la había ganado a su marido jugando a las cartas.

Sofía había pasado toda la noche en vela, esperando a su marido, sentada en una silla mientras miraba a su hija cómo dormía plácidamente. No era la primera vez que Giuseppe se pasaba toda la noche fuera de casa, de todos era ya conocida su afición al juego. Cuando llamaron a la puerta estaba amaneciendo. Por un momento pensó que además de llegar sin dinero lo hacía borracho, pues él tenía su propia llave. Cuando abrió y vio a aquellos dos hombres que la reclamaban como de su propiedad, no entendió nada. Sofía se negó, les hizo frente, la agarraron, forcejearon, consiguió zafarse de ellos, y gritando corrió hacia la cocina aterrorizada en busca de un cuchillo para defenderse. Los gritos de auxilio hicieron que los vecinos salieran al descansillo para ver qué era lo que ocurría. Jaime Vega y su acompañante, ante el revuelo que se había organizado, no tuvieron más remedio que huir escaleras abajo.

Sofía despertó a Minerva, en cinco minutos salió despavorida de la casa llevando a su hija en brazos y una bolsa en la que había metido lo primero que encontró a mano. Estaba muy asustada, pero debía llegar a la Plazuela del Conde de Miranda donde vivía su padre. Se sentía acosada, la perseguían. Desde la calle de Barquillo se dirigió a la de Alcalá, y una vez en la Puerta del Sol se sintió incapaz de llegar a su destino, estaba agotada. Tomó la calle Arenal y puso rumbo al Convento de las Descalzas, allí las monjas les darían cobijo. Nadie sabe cómo, pero lo consiguió.

A la mañana siguiente, las monjas hicieron llegar a don Vicente noticias del paradero de su hija y de su nieta. Él mismo, acompañado de algunos sirvientes, fueron a recogerlas. Sofía y Minerva subieron al coche de caballos que las esperaba a la puerta del Convento, y que las conduciría a la finca que don Vicente tenía en Navalcarnero. Allí estarían a salvo de los hermanos Vega y de Mecatti, si es que a esas alturas todavía seguía con vida.

Aquella niña, Minerva, tuvo un hijo, quien más tarde se convertiría en mi abuelo Matías. Y Matías tuvo una hija, que más tarde se convertiría en mi madre. Sofía contó a Minerva todo lo que había sucedido aquel día de septiembre, y le pidió que esa historia no fuera olvidada, que fuera transmitida de generación en generación. Y fue de esa forma como llegó a mi conocimiento, mi madre me la contó; y tal como ella lo hizo, ahora la cuento yo. 

Pero a pesar de reconocer el disparate que cometió mi tatarabuelo, siempre fui consciente de que soy portador de sus genes, y que, me guste o no, a su afición al juego debo mi existencia. Todos somos mezcla de lo bueno y de lo malo, y sin duda descendientes de ambas cosas.

Mientras escribía esta historia he tenido una extraña sensación, como si alguien se encontrara a mi lado. Es una de esas sensaciones que son producidas por los deseos más íntimos, esos deseos que son de imposible cumplimiento, pues desafían las leyes del tiempo y del espacio. Me hubiera gustado tanto conocer a mi tercera abuela Sofía, que he tenido la sensación de tenerla junto a mí. Y si así hubiera sido, creo que se habría acercado, me hubiera acariciado suavemente el hombro, y me hubiera dicho: «hijo, por favor, no se te olvide terminar la historia con estas palabras: “contádselo a vuestros hijos”».


En Madrid, a veintidós de marzo de dos mil trece.