Foto: Luis Cejudo
«Lo
que tienes es un hipernefroma, esto es, un tumor de riñón, un adenocarcinoma
renal, o un carcinoma de células renales, llámalo como quieras. Te tenemos que
intervenir quirúrgicamente; te extraeremos el tumor y el riñón, y lo superarás.
Podrás hacer una vida normal; podrás seguir haciendo deporte, nadando,
caminando por la montaña, con moderación, pero podrás hacerlo. Pero tienes que
ser consciente de que a los dos, tres, como máximo cuatro años, el cáncer se
reproducirá, la metástasis le permitirá llegar al pulmón y probablemente a los
huesos, los invadirá, y en ese momento, o mucho tendrá que haber avanzado la
medicina para entonces, o te llevará por delante, no podremos detenerlo».
Lucas
había escuchado atentamente a Chema. En un principio le había descrito la
situación de una forma mucho más moderada, con palabras para él
incomprensibles, que dieran como resultado una situación ambigua, con un
ingrediente de esperanza. Lucas le había conminado a que le dijera la verdad,
que su cuerpo era suyo y que tenía derecho a conocer qué demonios estaba sucediendo
en su organismo. Chema cedió y le expuso
la situación con crudeza. «¿No querías la verdad? Pues ahí tienes
la verdad»,
le dijo. Chema puso su mano en la parte trasera de la cabeza de Lucas y acercó
su frente a la de él hasta que ambas se tocaron: «Lo siento, Lucas, lo siento
mucho».
En
condiciones normales Chema nunca se hubiera dirigido en estos términos a un
paciente, aunque le hubiera presionado, pero con Lucas era distinto. Eran amigos
desde la infancia, habían estudiado juntos en una filial del instituto Ramiro
de Maeztu que se encontraba en la Puerta del Ángel, muy cerca de la Casa de
Campo. Eran casi cincuenta años de amistad. Habían tenido multitud de
discusiones, riñas y enfrentamientos, pero siempre habían solucionado sus desavenencias
reanudando su amistad con más intensidad que previamente al conflicto. Chema
sabía perfectamente lo que Lucas le estaba pidiendo, lo que necesitaba, y no
podía negárselo.
—Gracias
Chema, si esa es la realidad, son justo esos los términos en que quería escucharla,
–respondió
Lucas.
Amanecemos
en el río de la vida sin haber otorgado nuestro consentimiento. Aprendemos el
lenguaje, la historia del hombre y del universo, y tenemos la impresión de que nuestra
existencia se remonta a los orígenes del tiempo, si es que el tiempo tiene
orígenes. Tan solo nos falta una herramienta para protegernos de una idea
segura pero nunca inminente: nuestra naturaleza de seres mortales, esto es, la
muerte. Había aprendido de su padre muchas cosas: su amor a los libros, la
necesidad de llegar a acuerdos y en consecuencia a ser flexible ante los
planteamientos ajenos; nunca ser injusto ni deshonesto con enemigos,
enemistades o con personas que le causaran daño o injurias, en la medida en que
de esta forma se protegía de serlo con amigos y amistades; que se alejara del
odio y de la envidia; que, llegado
el caso, trabajara para la reconciliación y que analizara los éxitos de los
demás como justas recompensas a su esfuerzo y abnegación. Pero en esos momentos,
lo que más recordaba de las enseñanzas de su padre era su especial sentimiento
ante la muerte, que le inducía a considerarla no como algo ajeno a la vida,
sino como una parte importante y decisiva de la misma. La muerte es el final de
la vida, pero también representa la reconciliación con uno mismo y con el resto
de los seres humanos. Y aunque la presencia de la muerte refuerza el amor a la
vida, no se debe estar constantemente pensando en ella; por eso tenerle miedo
constituye un grave error. Pero Lucas no podía evitarlo: tenía miedo, y lo
cierto es que no era una sensación que le incomodara, el miedo le otorgaba
lucidez y claridad de ideas, el acceso inmediato a todos los recursos disponibles
para enfrentarse a situaciones límite.
Debía
proyectar su vida y cuidar de ella, pues no sólo sabía que tenía los días contados,
eso lo sabemos todos, él era sabedor de su número. Debía cuidarse de no ser
confiado y negligente, como hacen los hombres que se saben observados por sus
enemigos, necesitaba ser mejor de lo que era. También necesitaba respuestas, y
para ello debía formular las preguntas correctas. Su cabeza cuadriculada
comenzó a trabajar a la perfección. Primera pregunta, o mejor dicho, una pregunta
preliminar: ¿cuántas preguntas fundamentales deseo formular?; respuesta:
cuatro. Primera pregunta: ¿qué debo hacer?; respuesta, salvaguardar los
intereses de mi familia. Segunda pregunta: ¿qué es lo que más quiero?;
respuesta: entender, comprender. Tercera pregunta: ¿tengo alguna cuenta
pendiente en mi vida, y si la tengo, puedo satisfacerla?; respuesta: sí, los
sucesos de Smara en mil novecientos setenta y cinco. Cuarta pregunta: ¿qué es
lo que más deseo?; respuesta: reunirme con Nativa.
La operación
fue un éxito. Lucas se preparó de la misma forma que lo había hecho hacía unos
años, cuando le intervinieron para poner remedio a una hernia inguinal que le
atormentaba. Se imaginó paso a paso lo que iba a suceder ese día. Su llegada al
hospital, la ropa que se pondría, la entrada del enfermero en la habitación para
prepararle, el momento que el enfermero
pasaría a buscarle para trasladarle en una camilla al quirófano, las palabras
que intercambiaría con los cirujanos y con el anestesista, el pinchazo de la
anestesia y, por último, el despertar. Cuando abrió los ojos, al primero que
vio fue a Chema, después a Virginia, su mujer, más tarde a Fernando, su hijo, y
a Fernando, su padre, y por último a Beatriz, su nuera. Todos estaban allí.
Chema mostraba una sonrisa de satisfacción, todo había salido bien, la cicatriz
era mínima, pronto podría llevar una vida normal. ¿Una vida normal? ¿Puede
alguien llevar una vida normal sabiendo el tiempo aproximado que le queda de
vida? «Sí,
sí que se puede, yo voy a hacerlo, además no me queda otra», se dijo
a sí mismo. Solo ellos debían conocer la naturaleza de su enfermedad, no
quería que nadie cambiara su actitud hacia él por compasión o por pena.
Lucas
pensaba que era su obligación salvaguardar los intereses de su familia, y propuso
a Virginia otorgar capitulaciones matrimoniales. Disolverían y liquidarían la
sociedad de gananciales y sustituirían el régimen económico matrimonial de
gananciales por el de separación de bienes, y ello con el propósito de que
todos los bienes inmuebles estuvieran a su nombre con anterioridad a que se
produjera su muerte. Virginia aceptó su propuesta y Lucas procedió a la venta y
liquidación de todos los valores mobiliarios que poseían: fondos de inversión, acciones
y deuda pública; igualmente canceló los seguros de ahorro y supervivencia por
su valor de rescate en ese momento. Lucas envió a Miguel, su amigo notario, quien
se había encargado desde hacía años de todos sus asuntos, copias de las
escrituras, así como números de cuentas y saldos de la mismas, con
instrucciones de que en la liquidación de la sociedad se adjudicaran los bienes
inmuebles a Virginia y a él el dinero que presentaran las cuentas hasta el
valor atribuido a los inmuebles, que debería ser el mínimo posible de acuerdo
con las normas de la Comunidad de Madrid. Con posterioridad cambiarían la
domiciliación de todos los pagos que tuvieran que atender a partir de ese
momento, que serían satisfechos con cargo a su cuenta, de tal forma que su fortuna
iría menguando mientras que la de Virginia aumentaría. El dinero era fácilmente
susceptible de ser transferido, tanto a Virginia como a Fernando, lo que haría
poco a poco. A su muerte, la clausula sociniana que regía su testamento
produciría los efectos previstos y Virginia heredaría el usufructo de lo poco
que para entonces le quedara, mientras que Fernando heredaría la nuda propiedad.
Su hijo aceptó también complacido tal idea. Las capitulaciones matrimoniales se
otorgaron en el despacho del notario en julio de dos mi diez, y a los dos meses
estaban inscritas en el Registro Civil; y los bienes inmuebles, a nombre de
Virginia, en los Registros de la Propiedad, él mismo se ocupó de ello.
Ese
mismo mes, Lucas se despidió del despacho dejándolo a cargo de sus socios de
toda la vida. Comenzó entonces a poner en practica la fórmula para responder a
la segunda pregunta: se matriculó en Filosofía. Le hacía ilusión volver a la
universidad, a la misma donde hacía casi cuarenta años había llegado siendo aún
un imberbe, cuando el régimen del General Franco comenzaba su agonía. Quería
volver al lugar donde fue feliz, quería conocer a las nuevas generaciones.
Comenzó entusiasmado, nunca creyó encontrar a jóvenes tan ilusionados, tan
conscientes del mundo que les rodeaba. Tenía que observarles, acercarse a
ellos, intentar conocer sus inquietudes y aspiraciones. Era un hombre paciente,
poco a poco, el que más y el que menos le mostraría su forma de ser y de pensar,
«tarde
o temprano todos terminamos mostrándonos tal como somos, es cuestión de hacer
pruebas y poner a prueba». Pensaba también que esa era una buena manera de mantenerse
en forma, de conservar activa su cabeza, de ponerse a prueba a sí mismo,
practicar lo que más le entusiasmaba: competir en inferioridad de condiciones.
La respuesta
a la tercera pregunta requería un planteamiento especial. Debía revivir los
hechos sucedidos casi cuarenta años atrás. En noviembre de mil novecientos
setenta y cinco, un teniente, un sargento, dos cabos y diez soldados, salieron
del cuartel de la policía territorial saharaui en Smara para disolver una
manifestación que se había formado de forma espontanea en el centro de la
ciudad. Varios francotiradores, apostados en los tejados de las casas por donde
discurría la manifestación, comenzaron a disparar a las tropas españolas, dando
muerte al teniente que las mandaba. El cabo Lucas Muñoz comprobó que la
herida recibida por el teniente era mortal, lo que comunicó al Sargento Luis
Cediel, quien tomó el mando. El sargento de complemento Cediel ordenó disparar
en varias ocasiones al aire para amedrentar a la multitud y provocar su
disolución, pero al comprobar que eso no era posible, tomó una decisión de
impredecibles consecuencias en ese momento: ordenó disparar a la multitud. Fruto
de ello fueron veintidós heridos y ocho muertos, uno de ellos la novia saharaui
del Sargento Cediel. Aquellos hombres se replegaron, como pudieron, al cuartel
de las tropas nómadas, a donde llegaron justo en el momento en que la legión
tomaba el control del centro de la ciudad a golpe de culata. De los trece
hombres que llegaron al cuartel de las tropas nómadas, doce estaban heridos de
diferente consideración: contusiones causadas por los objetos que los
manifestantes les lanzaron, heridas de arma blanca y de bala,
aunque estas últimas de escasa consideración. El sargento Luis Cediel no presentaba ni un solo
rasguño; mientras el cabo Lucas Muñoz tenía dos heridas de arma blanca y una
contusión en la cabeza. De aquellos trece hombres, cinco se suicidaron de
diferente forma en los años posteriores, uno de ellos murió en un alud
producido en los Alpes, muy cerca de Chamonix, intentando atravesar una zona
nevada en pleno deshielo. Todos lo consideraron una temeridad, Luis y Lucas lo calificaron como una original forma de
ponerse a prueba a sí mismo y al destino, a fin de rendir cuentas con la
naturaleza. Otros dos habían fallecido de muerte natural, entendiendo por tal
un cáncer de pulmón y un infarto de miocardio, y otros tres en accidentes de
tráfico. Hacía más de diez años que Luis y Lucas se habían convertido en los
únicos supervivientes de aquel destacamento, sin duda los más fuertes del grupo.
«¿Los
más fuertes? ¿Realmente éramos los más fuertes», se preguntaba Lucas. Desde
aquel día, nunca habían perdido el contacto, nunca habían discutido, pese a sus
divergentes puntos de vista. Ya cumplidos los treinta años decidieron estudiar juntos
derecho en la Universidad Autónoma de Madrid, intentando encauzar sus desorientadas
vidas después de lo vivido en Smara. Buscaron en la ley lo que no habían sido capaces
de encontrar en las normas morales: la fuerza y la seguridad que nos ha de dar
la ley, la de pensar que debemos conducirnos por normas y por pactos con fuerza
de normas. Ambos pensaban que los juristas no debían ser papagayos de las
enseñanzas recibidas y de las pautas marcadas, sino personas capaces de dar respuestas
justas y adecuadas a los conflictos, de acuerdo con la realidad social del
tiempo que les había tocado vivir. Una visión idealista, utópica, de la
abogacía, que tan fácil era de sostener y tan difícil de llevar a la práctica.
Ellos intentaron hacerlo, aunque la mayor parte de las veces fracasaron.
Lucas
y Luis comenzaron reuniéndose cada tres de septiembre en la terraza de un quiosco
situado en el Paseo de Coches del Parque del Retiro. Más tarde la periodicidad
se convirtió en bianual y, con el tiempo, cada cinco años, los terminados en cero
y en cinco. Pues bien, el tres de septiembre de dos mil diez, unos días antes
de que Lucas comenzara su primer curso de filosofía, los dos se encontraron
sentados en una de las mesas de la terraza de aquel bar. La situación era
diferente a las anteriores. Lucas estaba enfermo, muy enfermo, y así se lo hizo
saber a Luis; no llegaría al dos mil quince para repetir el encuentro. En todas
sus reuniones intercambiaban impresiones sobre los momentos vividos en Smara, cómo
había sido posible que aquellos hechos no hubieran trascendido a los medios de
comunicación. Se preguntaban quiénes habían sido sus instigadores, y, especialmente,
hablaban sobre las repercusiones que tuvo la cesión a Marruecos y a Mauritania
de la administración de los territorios saharauis. Recordaban a sus compañeros,
cómo se llamaba cada uno, su forma de ser y la manera en que sus vidas se
habían extinguido, pero en su conversación nunca se habían enfrentado a los
hechos más desagradables de su vivencia: los muertos, la huida, los tres meses
confinados en unos barracones de un cuartel de Getafe. «Algún día alguien tendrá que
contar lo que sucedió en Smara. Yo ya no podré hacerlo. Tendrás que encargarte
tú de ello», le dijo Lucas a Luis.
—Al
ser tú el escritor, eres el más apropiado para hacerlo. Podías analizar a cada
uno de nosotros, las circunstancias que propiciaron que coincidiéramos en un
mismo lugar y en un mismo tiempo. Podías también tratar sobre la ambición y las
decisiones que permitieron que España ocupara y administrara aquellos
territorios. Y el miedo de los políticos franquistas a perder el control del
país si se declaraba la guerra. –Dijo Luis.
—A
mí ya no me queda tiempo para hacerlo, pero si te animas a narrarlo, sí que podrías
comenzar analizándonos a nosotros mismos, cómo éramos, en qué nos diferenciábamos
y cuáles eran nuestros rasgos comunes. Habría que explicar también por qué, aún
siendo tan jóvenes, reaccionamos de la forma que lo hicimos, como un auténtico
ejército de ocupación, como si alguien se hubiera encargado de enseñárnoslo en
la escuela y nosotros lo hubiéramos asimilado a la perfección. Dejamos de
pensar, dejamos de ser personas independientes, actuamos de acuerdo con unos
criterios previamente aprendidos, que digo aprendidos, impuestos sería la
palabra. Puede que no seamos responsables, pero sí culpables, permitimos que el
sistema funcionara de una determinada manera, permitimos que otros pensaran por
nosotros, y en ello nos escudamos para eludir nuestra responsabilidad. Actuamos
como autómatas, otros actuaron por nosotros, y creo que eso nos convierte en
culpables. Incluso habría que ir más allá, habría que describir cómo aquellos
disparos dirigidos a la multitud se proyectaron como un espejo en las personas
que los hicieron, todas las balas actuaron como un bumerán que se ensañó con
cada uno de nosotros. El teniente fue el único que murió aquel día, pero algo
también murió ese día en el resto de los que intervenimos; algo se quedó en
nuestra experiencia, en nuestra memoria, que nos ha estado atormentando
constantemente. Podemos utilizar los pretextos de siempre, las excusas
aprendidas: «fueron órdenes, nos estaban
disparando, teníamos que defendernos», pero a mí nunca me llegaron a
convencer.
—El
responsable fui yo; fui el que ordenó disparar. También yo he pensado en otras
posibles salidas; nos podíamos haber entregado, refugiarnos en algún sitio y
esperar a que llegaran los legionarios. Yo tomé esa decisión, y te puedo
asegurar que no fue un acto reflexivo, lo hice de forma automática, como si alguien
me tuviera bajo su control.
—Nunca
hemos hablado de aquella mujer saharaui, tu novia. Te grité que no te acercaras
a ella; haciéndolo expusiste tu vida y la nuestra. Nunca he tenido valor para
decirte que el disparo que la alcanzó salió de mi cetme, creo que ha llegado la
hora de hacerlo. Sé que no apunté el subfusil hacia ella, lo hice hacia la
multitud, pero tengo la seguridad de que fui yo el que la mató.
Luis
y Lucas se quedaron mirando el uno al otro durante unos instantes, se
acercaron, y se abrazaron.
—Dios,
Dios, Lucas. No, no fuiste tú, fui yo el que la mató, yo ordené disparar, no
olvides nunca esto. Tu te limitaste a obedecer.
—No
debí hacerlo, ahí se encuentra mi culpa, no la eludo. Muchos de los que
estuvimos allí así lo entendieron, y no pudieron superarlo. Los saharauis no
nos querían, pero teníamos una responsabilidad con ellos, debíamos protegerlos.
Alguien, algún día, tendrá que dar explicaciones al pueblo saharaui, pedirles
perdón.
—Yo me
encargaré de pedírselo en persona. Estoy a la espera de que se me conceda
autorización para dirigirme a los campamentos de refugiados saharauis como
cooperante. Hace tiempo que me puse en contacto con miembros del Frente
Polisario y les propuse cooperar con ellos en la enseñanza del derecho
constitucional e internacional público. Son muy remisos a aceptar personas como
yo, pero creo que al fin los he convencido. Antes de que termine el año estaré
en Tinduf.
Ya
estaba todo dicho, había sido el encuentro más tenso de los que habían tenido en
todos esos años, pero sin duda el más satisfactorio, en el que más sentimientos
y emociones se habían liberado. Pocas palabras, pero de ellas se podían extraer
multitud de ideas y preguntas: ¿hasta dónde alcanza nuestra culpabilidad?,
¿hasta dónde nuestra responsabilidad? ¿Somos responsables de todos nuestros
actos?, ¿en qué medida?, ¿en qué grado?
Se
despidieron a la orilla del estanque, justo en el monumento que allí se levanta
en recuerdo del rey Alfonso XII. Luis abandonaría el Retiro por la Puerta que
hay en la calle de O’donnell, casi en la esquina con la calle de Menéndez
Pelayo. Lucas lo haría por la de Felipe IV, la que se encuentra enfrente del
Casón del Buen Retiro, al lado del ahuehuete centenario; el lugar donde Lucas
siempre se detenía; le gustaba contemplarlo. Habían caminado sólo unos metros
cuando Lucas se volvió y se dirigió a Luis.
—Luis,
¿cómo se llamaba aquella mujer saharaui?
—Laha,
se llamaba Laha. Y el amor frustrado que te condujo a Smara, ¿cómo se llama?
—Nativa,
se llama Nativa.
Lucas
vio alejarse a Luis; pensó en lo mucho que lo quería y lo mucho que lo había
admirado. Ya no lo admiraba, solo le quería. Había tomado una decisión muy
grave con tan solo veinte años: ¡Veinte años! Gracias a esa decisión había
salvado la vida, pero a la vez se la había condenado. Además, aquella decisión
produjo la muerte de la mujer que amaba. ¡Qué tragedia! Se sentía unido a él,
esa unión que proporciona el compartir la misma desgracia, el mismo
sufrimiento, el mismo destino.
Y después
de aquel encuentro el tiempo continuó discurriendo: el tiempo nunca se detiene.
En marzo de dos mil doce Lucas comenzó a colaborar con una revista literaria llamada El unicornio de vapor; su compromiso consistía
en enviar un cuento mensual. Siempre tuvo la esperanza de que Nativa se
convirtiera en lectora de aquellos relatos, que encontrara la revista mediante
búsquedas en internet. Ya él la había encontrado hacía años; era fácil
conseguirlo, solo había que proponérselo. Deseaba que en algún momento ella
también hubiera tenido la curiosidad de conocer sus actividades. Acudía todos
los días a la universidad, hacía deporte; su estado de salud no podía ser
mejor, se encontraba perfectamente. A veces pensaba que tal vez Chema había
exagerado en sus predicciones, y la metástasis, aunque probable, no se producía
en todos los casos.
En
marzo de dos mil trece fue con Virginia y su hijo Fernando a esquiar, sufrió
una caída y se hizo daño en un hombro. Empezó a preocuparse, pues el dolor no
se calmaba. Se puso en contacto con Chema, quien le atendió de inmediato; le
hizo una radiografía y un análisis de sangre. El hombro no presentaba nada
alarmante, pero Chema eludió en todo momento cruzarse la mirada con él, sus
respuestas a los resultados de los análisis eran ambiguas. Esta vez no le
presionó, del silencio sacó sus propias conclusiones: el tiempo se estaba
acabando. Había llegado la hora de actuar conforme a la respuesta de la última
pregunta: «¿Qué es lo que más deseo?; respuesta: reunirme con Nativa».
Lucas
esperó a que el curso en la universidad concluyera, y ese mismo día le expuso a
Virginia su propósito de viajar a San Francisco y reunirse con Nativa. Virginia
no se alteró: «Actúa conforme consideres que debes actuar, pero, por favor,
vuelve»,
le dijo. «Lo haré –respondió Lucas-, ya sabes que yo siempre vuelvo».
Lucas
preparó minuciosamente el viaje. Sacó los billetes de avión en la compañía Air France. Saldría el veinticuatro de
junio en el vuelo AF1301 con dirección al aeropuerto Charles de Gaulle de
París, y allí tomaría el vuelo AF080 con dirección al Aeropuerto Internacional
de San Francisco. El billete de vuelta lo sacó para el dos de julio, aunque
dispuso que contara con la posibilidad de que fuera modificable para otra
fecha. Su estado de salud no era bueno y podía empeorar, le convenía viajar lo
más cómodo que fuera posible, por ello decidió viajar en clase bussines, eso le permitiría tener
prioridad en la facturación y en el embarque, disponer de salas privadas donde
pudiera descansar y comer, y en el avión un asiento amplio y confortable.
Solicitó el billete digital que pudiera recibir y conservar en su móvil, para
eso sustituyó su antigua blackberry
por el último modelo. Se renovó el pasaporte, a fin de que contara con lectura
mecánica, lo que le permitiría la exención de visado de entrada al viajar como
turista, aunque tendría que rellenar y firmar un formulario de solicitud de exención de visado de no inmigrante,
que se lo proporcionaría la línea aérea. Todo ello le costó diez mil euros, que
pagó con una de sus tarjetas visa oro. Contaba con otras dos más y una visa classic, lo que le proporcionaba un
crédito disponible de quince mil euros, que consideraba más que suficiente, no
obstante solicitó a su banco que le preparara seis mil dólares en billetes de
diez, cincuenta y cien. Viajaría con muy poco equipaje, una mochila donde
llevaría el mac, los medicamentos, cargadores, mapas y guías, la libreta donde había
tomado todas sus anotaciones y bolígrafos, y una maleta pequeña con la ropa
mínima necesaria. En el supuesto de que necesitara más ropa la compraría allí y
se desharía de la sucia y usada. Se alojaría en el hotel Westin St. Francis, en Union
Square, donde alquilaría un automóvil en la oficina que Hertz tiene en el hotel. El coche lo
recogería en el propio hotel y lo devolvería en el aeropuerto el día que abandonara
San Francisco. Buscó en internet aparcamientos cercanos al hotel que le
permitieran estacionar el coche. Encontró dos, el Union Square Garage, en el 333 de Post Street, y el Ells-O’Farrell Parking Garage, en el 123
de O’Farrell Street. Comprobó sus
entradas y visualizó las fachadas a través de fotografías disponibles en
internet. Estudió una y otra vez los puntos, los lugares, las calles, los
mejores recorridos entre los dos aparcamientos y la Universidad de Berkeley,
donde Nativa trabajaba, y todo ello lo fue memorizando. Para comprobar que lo había
asimilado se lo tomaba a sí mismo, como cuando era niño se tomaba la lección,
repitiendo en voz alta los nombres de las calles y los recorridos. No quería
dejar nada a la improvisación.
Un día antes de partir comenzó a notar un
dolor en el omóplato derecho. El dolor del hombro, producto del golpe recibido
esquiando, había desaparecido, pero este era un dolor distinto. Llamó a Chema,
quien le atendió ese mismo día. Le hicieron nuevas pruebas, que soportó en
silencio, estoicamente. No preguntó nada sobre ellas, le daban miedo las
respuestas, se temía lo peor. Antes de marcharse, Chema le dio una caja de pastillas
mst continus. «Este medicamento es morfina
de liberación lenta. Tómate una cada doce horas. Guárdate este papel, en él se
dice que el medicamento te lo hemos prescrito y entregado en el centro hospitalario», le dijo. Lucas se marchó del hospital sin conocer los resultados, al día siguiente
su vuelo salía a las doce y treinta y cinco minutos, debía terminar de preparar
el equipaje y descansar.
Lucas aterrizaba en el aeropuerto
internacional de San Francisco el veinticuatro de junio a las diecinueve horas
y cinco minutos, hora del pacífico. Tomó un taxi que le dejó en Union Square, en la puerta del hotel. Se
identificó en recepción, comprobaron la reserva y le entregaron la llave de su
habitación. Sin deshacer el equipaje se acostó y estuvo durmiendo diez horas
seguidas.
A la mañana siguiente comenzó a planear su
encuentro con Nativa. Redujo a dos las posibilidades que consideraba factibles:
ponerse en contacto con ella telefónicamente y concretar una cita, o preparar
un encuentro en su recorrido diario habitual, a ser posible a la salida del
trabajo. Eligió la segunda de las opciones, y se marcó un tiempo para llevarla
a efecto: el uno de julio. Si a esta fecha no lo había conseguido, se pondría
en contacto telefónico con ella. Para preparar el encuentro necesitaba conocer
con exactitud los horarios y lugares que frecuentaba a diario. En Madrid, había
recopilado mucha información por internet: direcciones, números de teléfono,
nombres de instituciones que frecuentaba; ahora tenía que realizar las últimas
averiguaciones. Debía ser prudente, no levantar sospechas de su investigación;
el primer indicio de desconfianza o incomodidad que percibiera en sus interlocutores
en las conversaciones que con ellos mantuviera, sería motivo suficiente para
abandonarlas de forma inmediata.
Necesitaba dar con el momento adecuado,
darle la oportunidad de rechazarlo en el supuesto de que se mostrara contrariada
o molesta ante el encuentro. No le vendría mal un poco de suerte. Pero «¿la
suerte existe?» –se preguntaba–. Cuando era joven
sostenía que la suerte no existía, pero ya no pensaba lo mismo. Todo consistía
en lo que consideráramos qué era la suerte. Para él la suerte respondía a una
especial confianza en sí mismo y en el futuro, el preparar las cosas
minuciosamente, y la confluencia de las condiciones propicias que permitieran
el resultado buscado.
La mañana del martes la dedicó a llamar a
los teléfonos que disponía. Se dirigía a las personas en inglés, pero sugería
hablar en español o que le atendiera una persona que conociera su idioma,
habida cuenta de su lamentable nivel de inglés. Se enteró de que Nativa había
adquirido recientemente un nissan leaf
eléctrico, le gustó que fuera así, coincidían sus gustos e inquietudes. También
consiguió hacerse con su matrícula. Las mañanas del miércoles al domingo las
dedicó a visitar la universidad de Berkeley; caminó por sus calles y plazas,
sintiendo que de esa forma se encontraba más cerca de ella: había empezado a
compartir los lugares que frecuentaba. Visitó el edificio que alberga el
Departamento de Ingeniería medioambiental, pero las clases habían concluido,
apenas había nadie en el edificio. Caminó por calles y plazas y encontró su
coche estacionado muy cerca de Dwinelle Plaza. Identificó el edificio del Educational
Technology Services, al que un grupo de profesores estaba acudiendo en esos momentos,
y se enteró de que el lunes, uno de julio, habría un simposio en este centro a las
diez de la mañana, al que asistiría.
El uno de julio, a las nueve de la mañana,
Lucas estacionó su automóvil delante de la sede de dicho organismo. No vio
entrar a Nativa, aunque se cercioró de que su coche estaba aparcado en la zona.
Durante más de tres horas estuvo Lucas esperándola, unas veces en el interior
del coche, otras a la sombra de alguno de los árboles que pueblan la plaza. A
las doce y veinticinco minutos la vio salir acompañada de un hombre que supuso
que era su marido. Pensó que el tiempo la habría trasformado de tal forma que
cuando se encontrara delante de ella sería incapaz de reconocerla, pero no fue
así. Conservaba en su rostro el aire de la Nativa que él había conocido, y
sobre todo su forma de andar, esa no había cambiado, seguía siendo la misma.
Fue consciente de que Nativa le había mirado según salía del edificio, mientras
que él se encontraba a la sombra de un árbol que hay enfrente de la entrada
del mismo. Lucas comenzó a caminar a su encuentro y se paró a dos metros del
lugar que debían pasar para dirigirse a su automóvil. Se intercambiaron una
mirada y ella la desvió de forma inmediata, moviendo sus ojos hacía arriba y
a la derecha, como intentando buscar en su memoria por qué le resultaba tan familiar la mirada de aquel individuo. Era evidente que no le había reconocido.
Podía haberle dicho en ese momento: «Nativa, ¿no me reconoces? Soy Lucas», pero
no pudo, algo paralizó sus cuerdas vocales. Presenció cómo se metían en el
coche y como este se alejaba.
Lucas había descubierto que no podía
hacerlo. No tenía derecho a perturbar su vida, despertar sentimientos que habían
quedado sepultados a varios metros de profundidad bajo la arena del tiempo.
Había descubierto lo que no debía hacer. Nativa y él habían llegado a la misma conclusión,
la de no unir de nuevo las líneas paralelas que conformaban sus vidas; ella lo
hizo antes que él, pero por diferentes razones. Nativa era de la opinión que si
las unieran de nuevo, encontrarían más dolor que placer, en su situación
actual, sabiéndose recíprocamente observados, todo era más bello, sin duda
mejor. Él, por temor a hacerle daño.
Lucas tomó el coche, abandonó el recinto
de la Universidad y atravesando la bahía por el San Francisco-Oakland Bay Bridge, se dirigió al Golden Gate. Para ello tomó el camino de
Embarcadero, North Point, Lombard, Richardson y Lyncoln Avenue. Se asombró de lo fácil que le había resultado
llegar. Estacionó el vehículo en el aparcamiento que se encuentra al este del
puente, le hizo una fotografía con su móvil, y lo estuvo observando durante un buen rato, con su cuerpo apoyado en el automóvil, estaba agotado. Todo se había
producido de una manera completamente diferente a la que él había proyectado.
En esos momentos se encontraba en el lugar donde debía de estar, según sus
planes, pero según estos Nativa debería de estar a su lado, y no lo estaba.
Solo o acompañado debía atravesar ‘El puente rojo’, como él llamaba al Golden Gate.
De
los tres carriles que el puente tiene en cada sentido, se situó en el de la
derecha, y fue recorriendo lentamente sus casi dos mil metros de longitud. No
le dolía el hombro. Recordó palabra por palabra la propuesta que en forma de
poema había realizado a Nativa años atrás. Fue reproduciéndola en voz alta
durante todo el tiempo que tardó en atravesar el puente: «Sé que me miras mientras la montaña
observa, al lado de la Bahía. Te pedí que me llevaras, a tu universo, perdido. Tenía
tantas cosas que contarte. Pero no obtuve respuesta. Crucemos juntos el puente
rojo, para llegar al lugar donde habita la memoria, donde el olvido es
solo olvido. Tus brazos en círculo rodeando mi cuello, imágenes de un pasado,
recobrado, sentido. Llévame a tu universo perdido. Tantas cosas tengo que
debería contarte...». Pensó que a esas palabras, como a
tantas otras, se las llevaría el tiempo y el viento; nadie las recordaría, pues
nadie, nada más que ella, las había leído.
Cuando
llegó a Sausalito, dio la vuelta y tomó el camino de regreso. La sensación que
tuvo a la entrada del Golden Gate por
los carriles que acceden a San Francisco, distaba en gran medida de la que
había experimentado cuando lo atravesó en sentido contrario: estaba claro que volvía
a casa. Descansó su cabeza en el reposacabezas de su asiento, con la ventanilla
abierta. Mientras el viento ventilaba su rostro, veía como se acercaba más y
más a este lado del Puente Rojo, el que está regido por las leyes del tiempo y
del espacio, por la enfermedad, por los mercados financieros, por la mentira,
la traición y el fracaso, un híbrido entre el sometimiento y la rebeldía, por
la cordura y la locura. Le empezó a
doler el hombro. Por un momento se estremeció al pensar en el calvario que le
esperaba. Pensó que tal vez su viaje había respondido a una necesidad personal,
a obtener las fuerzas suficientes para afrontar el final de su
enfermedad, o simplemente para tener la certeza de que ella se encontraba bien.
«En
un tiempo infinito, las cosas finitas pasan infinitas veces. ¿Por qué me viene
ahora Nietzsche a la mente? ¿Estaba perdiendo la cordura? Ojalá que pudieran
repetirse infinitas veces; ojalá que pudiera dejar de ser pertinaz en el error,
llegar siempre a medir las palabras, pensar detenidamente en las consecuencias
de mis actos. Pero hay muchas emociones, muchas cosas que están fuera del control de
los hombres, también pensamos con los sentimientos». Se dio cuenta de que estaba
dando vueltas en círculo, había entrado en un bucle; el tiempo le pareció circular,
volvía a los orígenes. Se detuvo un
momento a analizar lo que le estaba pasando. «Nadie me dijo que iba a perder mi capacidad de concentración, el
control sobre mí mismo, aunque supongo que no es producto del cáncer, que simplemente
es consecuencia del miedo a la cita a la que nadie puede faltar, la que nos
trata sin ningún tipo de privilegios, sin miramientos, la que pensamos que
nunca llegaría, la que siempre puede esperar, lo que siempre le sucede a los demás.
Me duele el hombro, estoy asustado, necesito ser atendido».
La vida podía ser la historia de una tragedia, pero la suya no podía ser definida como tal, había sido una
historia repleta de amor a la vida y de reivindicación por ella. «Vivir
es hacer realidad un sueño y es esta la auténtica tragedia: la imposibilidad de
que ese sueño se haga realidad».
¿Deliraba
Lucas cuando pensaba esto? El que piense de esta forma seguro que no ha llegado
en su lectura a esta altura de la historia; es una suerte, pues para él no ha
sido escrita. Si decides continuar con la lectura de este relato habrás de
saber que en ese momento Lucas pensaba que no eres inocente, que nadie es
inocente.
Recordó
a Diana, su madre, aconsejándole que cuando se sintiera mal se mirase las
manitas. Era tan pequeño en aquel entonces, que sus manos no llegaban a ser
manos, se quedaban en simples manitas. Lucas las miraba y se tranquilizaba. «Queremos
ser eternos, inmortales, y eso nos impide ser inocentes», concluyó. Sintió que tenía
fiebre, estaba confundido, enfermo. Por un momento pensó en llamar por teléfono
a Nativa para pedirle ayuda, pero lo rechazo de inmediato. Estaba en
dificultades y no sabía cómo resolverlas. Estaba y se encontraba solo, le dolía
el hombro; en un instante todos los males confluyeron en su mente, se había colapsado.
Paró en una gasolinera, se tomo una pastilla y se miro las manos durante unos
minutos, observando como poco a poco iba disminuyendo el temblor. Cuando se tranquilizó,
retomó su camino.
Una vez en el hotel, conectó el portátil y se dirigió a la página de la revista El unicornio de vapor. El número de julio estaba casi preparado, sólo faltaba su relato. Buscó el archivo, lo marcó, copió y pegó; sería el último cuento que publicaría: ‘Te estaré esperando en Puerta Cerrada’. Revisó su correo electrónico. Sólo le interesaron dos de los mensajes recibidos. Uno era de Chema, le pedía por favor que se pusiera en contacto con él de forma inmediata; el otro era de Virginia, quería saber cómo se encontraba. Cogió el móvil y marcó el teléfono de Chema. «Lucas, debes venir al hospital ahora mismo», le dijo en cuanto escuchó su voz. «Imposible, estoy lejos de Madrid, estoy en San Francisco», contestó Lucas.
Una vez en el hotel, conectó el portátil y se dirigió a la página de la revista El unicornio de vapor. El número de julio estaba casi preparado, sólo faltaba su relato. Buscó el archivo, lo marcó, copió y pegó; sería el último cuento que publicaría: ‘Te estaré esperando en Puerta Cerrada’. Revisó su correo electrónico. Sólo le interesaron dos de los mensajes recibidos. Uno era de Chema, le pedía por favor que se pusiera en contacto con él de forma inmediata; el otro era de Virginia, quería saber cómo se encontraba. Cogió el móvil y marcó el teléfono de Chema. «Lucas, debes venir al hospital ahora mismo», le dijo en cuanto escuchó su voz. «Imposible, estoy lejos de Madrid, estoy en San Francisco», contestó Lucas.
—¡Pero
qué cojones haces en San Francisco! Por favor, toma el primer vuelo, necesitas
que te atendamos.
—Chema,
estoy intentando poner un poco de orden en el final de mi vida –le dijo casi
gritando–. Bien, perdona, mi vuelo sale mañana a las quince cuarenta, hora del
pacífico, llegaré a Madrid el miércoles alrededor de las tres de la tarde. Esa
misma noche estaré en el hospital.
—¿Tienes
aún pastillas? ¿Te duele la escápula? No lo olvides Lucas, tómate una cada doce
horas.
—Lo estoy
haciendo. –Lucas se mantuvo en silencio unos segundos–. Está en la escápula,
¿no es eso?
—El
miércoles nos vemos y hablamos. No quiero darte falsas esperanzas, pero aún nos
queda una última carta que jugar, la utilizaremos.
A la
mañana siguiente Lucas abandonó la habitación del hotel dejando en el interior
su maleta, no podía cargar con ella, en la mochila llevaba todo lo que
necesitaba para el viaje. Se dirigió a la conserjería, pagó la factura en
efectivo y devolvió la llave de la habitación. Lucas estacionaba el automóvil en
el aparcamiento de Hertz del Aeropuerto Internacional de San Francisco a las doce
horas y cinco minutos del martes dos de julio. Obtuvo la tarjeta de embarque,
pasó el control de pasaportes y se dirigió a la sala privada de Air France, donde
comió, tomo café, una pastilla de morfina y un botellín de agua. Encendió su portátil, se dirigió a la página de El unicornio de vapor y leyó por última vez su relato. Tal vez Nativa ya lo había leído; «Seguro que le había gustado», pensó. Desde su móvil
realizó una llamada a una residencia de ancianos de Soto del Real y otra a Virginia
para decirle la hora de llegada de su vuelo, sería el miércoles a las tres de
la tarde. Le dijo que no le fuera a esperar al aeropuerto, tenía fuerzas
suficientes para volver solo, necesitaba volver solo. El móvil le avisó de la puerta de embarque de su vuelo, la cotejó con
la que se indicaba en las pantallas de información del aeropuerto, apagó el
portátil y se dirigió a la puerta de embarque. En ella entregó la tarjeta de
embarque a la azafata, quien se la devolvió dándole las gracias en español.
Cuando se dirigía al pasillo de acceso al avión, le pareció escuchar que
alguien le llamaba por su nombre, se volvió pero no vio a nadie, hubiera jurado
que había escuchado su nombre. Se dio media vuelta, apagó el móvil, y embarcó
en el vuelo A083 de Air France con destino al aeropuerto Charles de Gaulle de
París. Una azafata de vuelo le atendió y le mostró su asiento: ventanilla
derecha, la que había elegido. Escuchó los motores del Boeing 777 a plena
potencia en la cabecera de pista, notó cómo las ruedas del aparato se separaban
del suelo, y escuchó el sonido del tren de aterrizaje retrayéndose y el de las
compuertas al cerrarse. Eran exactamente las quince horas y cincuenta y cinco
minutos, hora del pacífico. A través de la ventanilla disponía de una vista
espectacular de la bahía de San Francisco. Se acercó a ella y fijó su mirada en
el paisaje. Divisó el conjunto de la ciudad de San Francisco; más allá se
encontraría Palo Alto, Mountaine View, Santa Clara, San José, Monterrey,
Fresno, Bakersfield, Los Ángeles… En algún punto, para él indeterminado, del
espacio que divisaba por la ventanilla del avión, se encontraba Nativa, su
primer amor, el que no se consume, el que nunca muere; su vida paralela, constantemente
convergiendo con la suya como vasos comunicantes a través de la fantasía y de
la imaginación. Uno de los dos, en un momento determinado debía tomar la
decisión de torcer la línea del destino, y había sido él. Había estado tan
cerca que le había parecido percibir el olor de su piel. Hacía tiempo que había
descubierto que el primer amor no consiste solo en enamorarse, es algo más.
Abarca desde el propio sentimiento de estar vivo, el originario y solidario de
pertenecer a algo más a lo que se reduce tu universo corporal. El primer amor
es el que establece las ganas de vivir y el que te prepara para afrontar la
lucha por la vida, el que te abre las puertas al mundo, un reto que nos presenta
a cada uno comprometido con su propio destino, aún consciente de que los
avatares inesperados no harán otra cosa que modificarlo una y otra vez; la
felicidad no es más que el sentimiento de sentirnos radical y determinantemente
vivos.
Las
luces indicativas de que los pasajeros deben mantenerse con los cinturones
abrochados, se apagaron. Recostó su asiento hasta convertirlo casi en una cama y
cerró los ojos. No tenía miedo, ni le dolía el hombro. Se encontraba cómodo y
tranquilo. «¿No querías entender, Lucas? Pues ya estás en disposición de
entender», se dijo a sí mismo. Porque entender es amar, y amar es una imagen, la imagen
de nuestra propia historia proyectada en el ser querido, una mezcla entre el placer
de tener y el dolor de renunciar. Cuando llegara a Madrid se dirigiría a Puerta
Cerrada, volvería a aquella plaza como vuelve el criminal al lugar donde ha
cometido su crimen, con la esperanza de que si ya no la victima, sea el espacio
el que le otorgue el necesario perdón; como vuelve el hombre que ha perdido el
hilo narrativo de su existencia, con la esperanza de recuperarlo y con ello recobrar
las fuerzas necesarias para proseguirlo y hacerlo suyo definitivamente; como
vuelve al lugar de su alumbramiento el hijo que ha perdido tempranamente a su
madre, con la esperanza de conservar para siempre algo que compartir con ella; como
vuelve el amante al lugar donde fue feliz, con la esperanza de recuperar la felicidad
perdida, hacerla suya una vez más, porque en el fondo, pensaba Lucas, aunque
somos seres finitos y mortales, tenemos vocación de inmortalidad, por eso
siempre intentamos vivir un poquito más. Poseemos la capacidad de predicción,
pero el curso de los acontecimientos nos sorprende, estamos siempre expuestos a
los azares de la vida. Sentiría la presencia de las sombras de todos los
hombres que habían transitado por aquella plaza. Pues al final, todos
terminamos siendo sombras, pensaba, supervivientes moribundos, por todo el
desprecio, el vacío y la mentira, causada y recibida, percibida e ignorada, que
poco a poco nos van arrebatando trocitos de nosotros mismos. Pero
constantemente, y esta es nuestra grandeza, aprendemos, reconocemos nuestros
errores, pedimos y obtenemos el perdón, y nos hacemos con las fuerzas suficientes
para continuar el camino de la lucha por la vida. En Puerta Cerrada, apoyado en
el pedestal que sustenta la cruz, estaría esperando a Nativa durante una hora; lo
haría no solo porque se había comprometido a hacerlo, también porque quería de
una vez por todas dejar aquella puerta abierta de par en par. Cuando
transcurriera una hora se dirigiría a su casa, dejaría el equipaje, se
ducharía, prepararía de nuevo la maleta, y con Virginia se dirigiría al
hospital. Pero antes quería contar con la complicidad de su memoria e
imaginación, sus mejores aliados: él también quería vivir un poquito más. Gracias
a ellas, observaría cómo a lo lejos, Nativa y él mismo, con catorce años, subían
el tramo final de la cuesta de la calle de Segovia cogidos de la mano; cómo cruzaban
la calle y se besaban, celebrando que habían llegado a Puerta Cerrada sanos y
salvos una vez más. Observaría cómo caían en la cuenta de que algo inusual
ocurría aquel día en la plaza. Ambos se detendrían a mirar a un señor que con
un gorro gris y unas gafas oscuras también los miraba a ellos. Se acercarían a
él. Nativa se soltaría de la mano de Lucas y se aproximaría aún más a aquel hombre; Lucas la miraría con curiosidad y emoción, manteniéndose en un segundo
plano. Y Nativa, mascando chicle y con el desparpajo y la naturalidad que en
aquella época la caracterizaban, se dirigiría al señor y le preguntaría:
«Señor,
¿puedo hacerle una pregunta?». El señor asentiría con la cabeza. «¿Sabe
usted quién es Nativa, la conoce?». El señor se desprendería de las gafas
de sol, la miraría a los ojos y le diría: «Claro, ¿cómo no había de
conocerla?: Nativa soy yo».
En Madrid, a ocho de julio de dos mil trece.


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