lunes, 8 de julio de 2013

Y 12. El puente rojo o un camino de ida y vuelta


Foto: Luis Cejudo

«Lo que tienes es un hipernefroma, esto es, un tumor de riñón, un adenocarcinoma renal, o un carcinoma de células renales, llámalo como quieras. Te tenemos que intervenir quirúrgicamente; te extraeremos el tumor y el riñón, y lo superarás. Podrás hacer una vida normal; podrás seguir haciendo deporte, nadando, caminando por la montaña, con moderación, pero podrás hacerlo. Pero tienes que ser consciente de que a los dos, tres, como máximo cuatro años, el cáncer se reproducirá, la metástasis le permitirá llegar al pulmón y probablemente a los huesos, los invadirá, y en ese momento, o mucho tendrá que haber avanzado la medicina para entonces, o te llevará por delante, no podremos detenerlo».

Lucas había escuchado atentamente a Chema. En un principio le había descrito la situación de una forma mucho más moderada, con palabras para él incomprensibles, que dieran como resultado una situación ambigua, con un ingrediente de esperanza. Lucas le había conminado a que le dijera la verdad, que su cuerpo era suyo y que tenía derecho a conocer qué demonios estaba sucediendo en  su organismo. Chema cedió y le expuso la situación con crudeza. «¿No querías la verdad? Pues ahí tienes la verdad», le dijo. Chema puso su mano en la parte trasera de la cabeza de Lucas y acercó su frente a la de él hasta que ambas se tocaron: «Lo siento, Lucas, lo siento mucho».

En condiciones normales Chema nunca se hubiera dirigido en estos términos a un paciente, aunque le hubiera presionado, pero con Lucas era distinto. Eran amigos desde la infancia, habían estudiado juntos en una filial del instituto Ramiro de Maeztu que se encontraba en la Puerta del Ángel, muy cerca de la Casa de Campo. Eran casi cincuenta años de amistad. Habían tenido multitud de discusiones, riñas y enfrentamientos, pero siempre habían solucionado sus desavenencias reanudando su amistad con más intensidad que previamente al conflicto. Chema sabía perfectamente lo que Lucas le estaba pidiendo, lo que necesitaba, y no podía negárselo.

—Gracias Chema, si esa es la realidad, son justo esos los términos en que quería escucharla, –respondió Lucas.

Amanecemos en el río de la vida sin haber otorgado nuestro consentimiento. Aprendemos el lenguaje, la historia del hombre y del universo, y tenemos la impresión de que nuestra existencia se remonta a los orígenes del tiempo, si es que el tiempo tiene orígenes. Tan solo nos falta una herramienta para protegernos de una idea segura pero nunca inminente: nuestra naturaleza de seres mortales, esto es, la muerte. Había aprendido de su padre muchas cosas: su amor a los libros, la necesidad de llegar a acuerdos y en consecuencia a ser flexible ante los planteamientos ajenos; nunca ser injusto ni deshonesto con enemigos, enemistades o con personas que le causaran daño o injurias, en la medida en que de esta forma se protegía de serlo con amigos y amistades; que se alejara del odio y de la envidia; que, llegado el caso, trabajara para la reconciliación y que analizara los éxitos de los demás como justas recompensas a su esfuerzo y abnegación. Pero en esos momentos, lo que más recordaba de las enseñanzas de su padre era su especial sentimiento ante la muerte, que le inducía a considerarla no como algo ajeno a la vida, sino como una parte importante y decisiva de la misma. La muerte es el final de la vida, pero también representa la reconciliación con uno mismo y con el resto de los seres humanos. Y aunque la presencia de la muerte refuerza el amor a la vida, no se debe estar constantemente pensando en ella; por eso tenerle miedo constituye un grave error. Pero Lucas no podía evitarlo: tenía miedo, y lo cierto es que no era una sensación que le incomodara, el miedo le otorgaba lucidez y claridad de ideas, el acceso inmediato a todos los recursos disponibles para enfrentarse a situaciones límite.

Debía proyectar su vida y cuidar de ella, pues no sólo sabía que tenía los días contados, eso lo sabemos todos, él era sabedor de su número. Debía cuidarse de no ser confiado y negligente, como hacen los hombres que se saben observados por sus enemigos, necesitaba ser mejor de lo que era. También necesitaba respuestas, y para ello debía formular las preguntas correctas. Su cabeza cuadriculada comenzó a trabajar a la perfección. Primera pregunta, o mejor dicho, una pregunta preliminar: ¿cuántas preguntas fundamentales deseo formular?; respuesta: cuatro. Primera pregunta: ¿qué debo hacer?; respuesta, salvaguardar los intereses de mi familia. Segunda pregunta: ¿qué es lo que más quiero?; respuesta: entender, comprender. Tercera pregunta: ¿tengo alguna cuenta pendiente en mi vida, y si la tengo, puedo satisfacerla?; respuesta: sí, los sucesos de Smara en mil novecientos setenta y cinco. Cuarta pregunta: ¿qué es lo que más deseo?; respuesta: reunirme con Nativa.

La operación fue un éxito. Lucas se preparó de la misma forma que lo había hecho hacía unos años, cuando le intervinieron para poner remedio a una hernia inguinal que le atormentaba. Se imaginó paso a paso lo que iba a suceder ese día. Su llegada al hospital, la ropa que se pondría, la entrada del enfermero en la habitación para prepararle,  el momento que el enfermero pasaría a buscarle para trasladarle en una camilla al quirófano, las palabras que intercambiaría con los cirujanos y con el anestesista, el pinchazo de la anestesia y, por último, el despertar. Cuando abrió los ojos, al primero que vio fue a Chema, después a Virginia, su mujer, más tarde a Fernando, su hijo, y a Fernando, su padre, y por último a Beatriz, su nuera. Todos estaban allí. Chema mostraba una sonrisa de satisfacción, todo había salido bien, la cicatriz era mínima, pronto podría llevar una vida normal. ¿Una vida normal? ¿Puede alguien llevar una vida normal sabiendo el tiempo aproximado que le queda de vida? «Sí, sí que se puede, yo voy a hacerlo, además no me queda otra», se dijo a sí mismo. Solo ellos debían conocer la naturaleza de su enfermedad, no quería que nadie cambiara su actitud hacia él por compasión o por pena.

Lucas pensaba que era su obligación salvaguardar los intereses de su familia, y propuso a Virginia otorgar capitulaciones matrimoniales. Disolverían y liquidarían la sociedad de gananciales y sustituirían el régimen económico matrimonial de gananciales por el de separación de bienes, y ello con el propósito de que todos los bienes inmuebles estuvieran a su nombre con anterioridad a que se produjera su muerte. Virginia aceptó su propuesta y Lucas procedió a la venta y liquidación de todos los valores mobiliarios que poseían: fondos de inversión, acciones y deuda pública; igualmente canceló los seguros de ahorro y supervivencia por su valor de rescate en ese momento. Lucas envió a Miguel, su amigo notario, quien se había encargado desde hacía años de todos sus asuntos, copias de las escrituras, así como números de cuentas y saldos de la mismas, con instrucciones de que en la liquidación de la sociedad se adjudicaran los bienes inmuebles a Virginia y a él el dinero que presentaran las cuentas hasta el valor atribuido a los inmuebles, que debería ser el mínimo posible de acuerdo con las normas de la Comunidad de Madrid. Con posterioridad cambiarían la domiciliación de todos los pagos que tuvieran que atender a partir de ese momento, que serían satisfechos con cargo a su cuenta, de tal forma que su fortuna iría menguando mientras que la de Virginia aumentaría. El dinero era fácilmente susceptible de ser transferido, tanto a Virginia como a Fernando, lo que haría poco a poco. A su muerte, la clausula sociniana que regía su testamento produciría los efectos previstos y Virginia heredaría el usufructo de lo poco que para entonces le quedara, mientras que Fernando heredaría la nuda propiedad. Su hijo aceptó también complacido tal idea. Las capitulaciones matrimoniales se otorgaron en el despacho del notario en julio de dos mi diez, y a los dos meses estaban inscritas en el Registro Civil; y los bienes inmuebles, a nombre de Virginia, en los Registros de la Propiedad, él mismo se ocupó de ello.

Ese mismo mes, Lucas se despidió del despacho dejándolo a cargo de sus socios de toda la vida. Comenzó entonces a poner en practica la fórmula para responder a la segunda pregunta: se matriculó en Filosofía. Le hacía ilusión volver a la universidad, a la misma donde hacía casi cuarenta años había llegado siendo aún un imberbe, cuando el régimen del General Franco comenzaba su agonía. Quería volver al lugar donde fue feliz, quería conocer a las nuevas generaciones. Comenzó entusiasmado, nunca creyó encontrar a jóvenes tan ilusionados, tan conscientes del mundo que les rodeaba. Tenía que observarles, acercarse a ellos, intentar conocer sus inquietudes y aspiraciones. Era un hombre paciente, poco a poco, el que más y el que menos le mostraría su forma de ser y de pensar, «tarde o temprano todos terminamos mostrándonos tal como somos, es cuestión de hacer pruebas y poner a prueba». Pensaba también que esa era una buena manera de mantenerse en forma, de conservar activa su cabeza, de ponerse a prueba a sí mismo, practicar lo que más le entusiasmaba: competir en inferioridad de condiciones.

La respuesta a la tercera pregunta requería un planteamiento especial. Debía revivir los hechos sucedidos casi cuarenta años atrás. En noviembre de mil novecientos setenta y cinco, un teniente, un sargento, dos cabos y diez soldados, salieron del cuartel de la policía territorial saharaui en Smara para disolver una manifestación que se había formado de forma espontanea en el centro de la ciudad. Varios francotiradores, apostados en los tejados de las casas por donde discurría la manifestación, comenzaron a disparar a las tropas españolas, dando muerte al teniente que las mandaba. El cabo Lucas Muñoz comprobó que la herida recibida por el teniente era mortal, lo que comunicó al Sargento Luis Cediel, quien tomó el mando. El sargento de complemento Cediel ordenó disparar en varias ocasiones al aire para amedrentar a la multitud y provocar su disolución, pero al comprobar que eso no era posible, tomó una decisión de impredecibles consecuencias en ese momento: ordenó disparar a la multitud. Fruto de ello fueron veintidós heridos y ocho muertos, uno de ellos la novia saharaui del Sargento Cediel. Aquellos hombres se replegaron, como pudieron, al cuartel de las tropas nómadas, a donde llegaron justo en el momento en que la legión tomaba el control del centro de la ciudad a golpe de culata. De los trece hombres que llegaron al cuartel de las tropas nómadas, doce estaban heridos de diferente consideración: contusiones causadas por los objetos que los manifestantes les lanzaron, heridas de arma blanca y de bala, aunque estas últimas de escasa consideración. El sargento Luis Cediel no presentaba ni un solo rasguño; mientras el cabo Lucas Muñoz tenía dos heridas de arma blanca y una contusión en la cabeza. De aquellos trece hombres, cinco se suicidaron de diferente forma en los años posteriores, uno de ellos murió en un alud producido en los Alpes, muy cerca de Chamonix, intentando atravesar una zona nevada en pleno deshielo. Todos lo consideraron una temeridad, Luis y Lucas lo calificaron como una original forma de ponerse a prueba a sí mismo y al destino, a fin de rendir cuentas con la naturaleza. Otros dos habían fallecido de muerte natural, entendiendo por tal un cáncer de pulmón y un infarto de miocardio, y otros tres en accidentes de tráfico. Hacía más de diez años que Luis y Lucas se habían convertido en los únicos supervivientes de aquel destacamento, sin duda los más fuertes del grupo. «¿Los más fuertes? ¿Realmente éramos los más fuertes», se preguntaba Lucas. Desde aquel día, nunca habían perdido el contacto, nunca habían discutido, pese a sus divergentes puntos de vista. Ya cumplidos los treinta años decidieron estudiar juntos derecho en la Universidad Autónoma de Madrid, intentando encauzar sus desorientadas vidas después de lo vivido en Smara. Buscaron en la ley lo que no habían sido capaces de encontrar en las normas morales: la fuerza y la seguridad que nos ha de dar la ley, la de pensar que debemos conducirnos por normas y por pactos con fuerza de normas. Ambos pensaban que los juristas no debían ser papagayos de las enseñanzas recibidas y de las pautas marcadas, sino personas capaces de dar respuestas justas y adecuadas a los conflictos, de acuerdo con la realidad social del tiempo que les había tocado vivir. Una visión idealista, utópica, de la abogacía, que tan fácil era de sostener y tan difícil de llevar a la práctica. Ellos intentaron hacerlo, aunque la mayor parte de las veces fracasaron.

Lucas y Luis comenzaron reuniéndose cada tres de septiembre en la terraza de un quiosco situado en el Paseo de Coches del Parque del Retiro. Más tarde la periodicidad se convirtió en bianual y, con el tiempo, cada cinco años, los terminados en cero y en cinco. Pues bien, el tres de septiembre de dos mil diez, unos días antes de que Lucas comenzara su primer curso de filosofía, los dos se encontraron sentados en una de las mesas de la terraza de aquel bar. La situación era diferente a las anteriores. Lucas estaba enfermo, muy enfermo, y así se lo hizo saber a Luis; no llegaría al dos mil quince para repetir el encuentro. En todas sus reuniones intercambiaban impresiones sobre los momentos vividos en Smara, cómo había sido posible que aquellos hechos no hubieran trascendido a los medios de comunicación. Se preguntaban quiénes habían sido sus instigadores, y, especialmente, hablaban sobre las repercusiones que tuvo la cesión a Marruecos y a Mauritania de la administración de los territorios saharauis. Recordaban a sus compañeros, cómo se llamaba cada uno, su forma de ser y la manera en que sus vidas se habían extinguido, pero en su conversación nunca se habían enfrentado a los hechos más desagradables de su vivencia: los muertos, la huida, los tres meses confinados en unos barracones de un cuartel de Getafe. «Algún día alguien tendrá que contar lo que sucedió en Smara. Yo ya no podré hacerlo. Tendrás que encargarte tú de ello», le dijo Lucas a Luis.

—Al ser tú el escritor, eres el más apropiado para hacerlo. Podías analizar a cada uno de nosotros, las circunstancias que propiciaron que coincidiéramos en un mismo lugar y en un mismo tiempo. Podías también tratar sobre la ambición y las decisiones que permitieron que España ocupara y administrara aquellos territorios. Y el miedo de los políticos franquistas a perder el control del país si se declaraba la guerra. –Dijo Luis.

—A mí ya no me queda tiempo para hacerlo, pero si te animas a narrarlo, sí que podrías comenzar analizándonos a nosotros mismos, cómo éramos, en qué nos diferenciábamos y cuáles eran nuestros rasgos comunes. Habría que explicar también por qué, aún siendo tan jóvenes, reaccionamos de la forma que lo hicimos, como un auténtico ejército de ocupación, como si alguien se hubiera encargado de enseñárnoslo en la escuela y nosotros lo hubiéramos asimilado a la perfección. Dejamos de pensar, dejamos de ser personas independientes, actuamos de acuerdo con unos criterios previamente aprendidos, que digo aprendidos, impuestos sería la palabra. Puede que no seamos responsables, pero sí culpables, permitimos que el sistema funcionara de una determinada manera, permitimos que otros pensaran por nosotros, y en ello nos escudamos para eludir nuestra responsabilidad. Actuamos como autómatas, otros actuaron por nosotros, y creo que eso nos convierte en culpables. Incluso habría que ir más allá, habría que describir cómo aquellos disparos dirigidos a la multitud se proyectaron como un espejo en las personas que los hicieron, todas las balas actuaron como un bumerán que se ensañó con cada uno de nosotros. El teniente fue el único que murió aquel día, pero algo también murió ese día en el resto de los que intervenimos; algo se quedó en nuestra experiencia, en nuestra memoria, que nos ha estado atormentando constantemente. Podemos utilizar los pretextos de siempre, las excusas aprendidas: «fueron órdenes, nos estaban disparando, teníamos que defendernos», pero a mí nunca me llegaron a convencer.

—El responsable fui yo; fui el que ordenó disparar. También yo he pensado en otras posibles salidas; nos podíamos haber entregado, refugiarnos en algún sitio y esperar a que llegaran los legionarios. Yo tomé esa decisión, y te puedo asegurar que no fue un acto reflexivo, lo hice de forma automática, como si alguien me tuviera bajo su control.

—Nunca hemos hablado de aquella mujer saharaui, tu novia. Te grité que no te acercaras a ella; haciéndolo expusiste tu vida y la nuestra. Nunca he tenido valor para decirte que el disparo que la alcanzó salió de mi cetme, creo que ha llegado la hora de hacerlo. Sé que no apunté el subfusil hacia ella, lo hice hacia la multitud, pero tengo la seguridad de que fui yo el que la mató.

Luis y Lucas se quedaron mirando el uno al otro durante unos instantes, se acercaron, y se abrazaron.

—Dios, Dios, Lucas. No, no fuiste tú, fui yo el que la mató, yo ordené disparar, no olvides nunca esto. Tu te limitaste a obedecer.

—No debí hacerlo, ahí se encuentra mi culpa, no la eludo. Muchos de los que estuvimos allí así lo entendieron, y no pudieron superarlo. Los saharauis no nos querían, pero teníamos una responsabilidad con ellos, debíamos protegerlos. Alguien, algún día, tendrá que dar explicaciones al pueblo saharaui, pedirles perdón.

—Yo me encargaré de pedírselo en persona. Estoy a la espera de que se me conceda autorización para dirigirme a los campamentos de refugiados saharauis como cooperante. Hace tiempo que me puse en contacto con miembros del Frente Polisario y les propuse cooperar con ellos en la enseñanza del derecho constitucional e internacional público. Son muy remisos a aceptar personas como yo, pero creo que al fin los he convencido. Antes de que termine el año estaré en Tinduf.

Ya estaba todo dicho, había sido el encuentro más tenso de los que habían tenido en todos esos años, pero sin duda el más satisfactorio, en el que más sentimientos y emociones se habían liberado. Pocas palabras, pero de ellas se podían extraer multitud de ideas y preguntas: ¿hasta dónde alcanza nuestra culpabilidad?, ¿hasta dónde nuestra responsabilidad? ¿Somos responsables de todos nuestros actos?, ¿en qué medida?, ¿en qué grado?

Se despidieron a la orilla del estanque, justo en el monumento que allí se levanta en recuerdo del rey Alfonso XII. Luis abandonaría el Retiro por la Puerta que hay en la calle de O’donnell, casi en la esquina con la calle de Menéndez Pelayo. Lucas lo haría por la de Felipe IV, la que se encuentra enfrente del Casón del Buen Retiro, al lado del ahuehuete centenario; el lugar donde Lucas siempre se detenía; le gustaba contemplarlo. Habían caminado sólo unos metros cuando Lucas se volvió y se dirigió a Luis.

—Luis, ¿cómo se llamaba aquella mujer saharaui?

—Laha, se llamaba Laha. Y el amor frustrado que te condujo a Smara, ¿cómo se llama?

—Nativa, se llama Nativa.

Lucas vio alejarse a Luis; pensó en lo mucho que lo quería y lo mucho que lo había admirado. Ya no lo admiraba, solo le quería. Había tomado una decisión muy grave con tan solo veinte años: ¡Veinte años! Gracias a esa decisión había salvado la vida, pero a la vez se la había condenado. Además, aquella decisión produjo la muerte de la mujer que amaba. ¡Qué tragedia! Se sentía unido a él, esa unión que proporciona el compartir la misma desgracia, el mismo sufrimiento, el mismo destino.

Y después de aquel encuentro el tiempo continuó discurriendo: el tiempo nunca se detiene. En marzo de dos mil doce Lucas comenzó a colaborar con una revista literaria llamada El unicornio de vapor; su compromiso consistía en enviar un cuento mensual. Siempre tuvo la esperanza de que Nativa se convirtiera en lectora de aquellos relatos, que encontrara la revista mediante búsquedas en internet. Ya él la había encontrado hacía años; era fácil conseguirlo, solo había que proponérselo. Deseaba que en algún momento ella también hubiera tenido la curiosidad de conocer sus actividades. Acudía todos los días a la universidad, hacía deporte; su estado de salud no podía ser mejor, se encontraba perfectamente. A veces pensaba que tal vez Chema había exagerado en sus predicciones, y la metástasis, aunque probable, no se producía en todos los casos.

En marzo de dos mil trece fue con Virginia y su hijo Fernando a esquiar, sufrió una caída y se hizo daño en un hombro. Empezó a preocuparse, pues el dolor no se calmaba. Se puso en contacto con Chema, quien le atendió de inmediato; le hizo una radiografía y un análisis de sangre. El hombro no presentaba nada alarmante, pero Chema eludió en todo momento cruzarse la mirada con él, sus respuestas a los resultados de los análisis eran ambiguas. Esta vez no le presionó, del silencio sacó sus propias conclusiones: el tiempo se estaba acabando. Había llegado la hora de actuar conforme a la respuesta de la última pregunta: «¿Qué es lo que más deseo?; respuesta: reunirme con Nativa».

Lucas esperó a que el curso en la universidad concluyera, y ese mismo día le expuso a Virginia su propósito de viajar a San Francisco y reunirse con Nativa. Virginia no se alteró: «Actúa conforme consideres que debes actuar, pero, por favor, vuelve», le dijo. «Lo haré –respondió Lucas-, ya sabes que yo siempre vuelvo».

Lucas preparó minuciosamente el viaje. Sacó los billetes de avión en la compañía Air France. Saldría el veinticuatro de junio en el vuelo AF1301 con dirección al aeropuerto Charles de Gaulle de París, y allí tomaría el vuelo AF080 con dirección al Aeropuerto Internacional de San Francisco. El billete de vuelta lo sacó para el dos de julio, aunque dispuso que contara con la posibilidad de que fuera modificable para otra fecha. Su estado de salud no era bueno y podía empeorar, le convenía viajar lo más cómodo que fuera posible, por ello decidió viajar en clase bussines, eso le permitiría tener prioridad en la facturación y en el embarque, disponer de salas privadas donde pudiera descansar y comer, y en el avión un asiento amplio y confortable. Solicitó el billete digital que pudiera recibir y conservar en su móvil, para eso sustituyó su antigua blackberry por el último modelo. Se renovó el pasaporte, a fin de que contara con lectura mecánica, lo que le permitiría la exención de visado de entrada al viajar como turista, aunque tendría que rellenar y firmar un formulario de solicitud de exención de visado de no inmigrante, que se lo proporcionaría la línea aérea. Todo ello le costó diez mil euros, que pagó con una de sus tarjetas visa oro. Contaba con otras dos más y una visa classic, lo que le proporcionaba un crédito disponible de quince mil euros, que consideraba más que suficiente, no obstante solicitó a su banco que le preparara seis mil dólares en billetes de diez, cincuenta y cien. Viajaría con muy poco equipaje, una mochila donde llevaría el mac, los medicamentos, cargadores, mapas y guías, la libreta donde había tomado todas sus anotaciones y bolígrafos, y una maleta pequeña con la ropa mínima necesaria. En el supuesto de que necesitara más ropa la compraría allí y se desharía de la sucia y usada. Se alojaría en el hotel Westin St. Francis, en Union Square, donde alquilaría un automóvil en la oficina que Hertz tiene en el hotel. El coche lo recogería en el propio hotel y lo devolvería en el aeropuerto el día que abandonara San Francisco. Buscó en internet aparcamientos cercanos al hotel que le permitieran estacionar el coche. Encontró dos, el Union Square Garage, en el 333 de Post Street, y el Ells-O’Farrell Parking Garage, en el 123 de O’Farrell Street. Comprobó sus entradas y visualizó las fachadas a través de fotografías disponibles en internet. Estudió una y otra vez los puntos, los lugares, las calles, los mejores recorridos entre los dos aparcamientos y la Universidad de Berkeley, donde Nativa trabajaba, y todo ello lo fue memorizando. Para comprobar que lo había asimilado se lo tomaba a sí mismo, como cuando era niño se tomaba la lección, repitiendo en voz alta los nombres de las calles y los recorridos. No quería dejar nada a la improvisación.

Un día antes de partir comenzó a notar un dolor en el omóplato derecho. El dolor del hombro, producto del golpe recibido esquiando, había desaparecido, pero este era un dolor distinto. Llamó a Chema, quien le atendió ese mismo día. Le hicieron nuevas pruebas, que soportó en silencio, estoicamente. No preguntó nada sobre ellas, le daban miedo las respuestas, se temía lo peor. Antes de marcharse, Chema le dio una caja de pastillas mst continus. «Este medicamento es morfina de liberación lenta. Tómate una cada doce horas. Guárdate este papel, en él se dice que el medicamento te lo hemos prescrito y entregado en el centro hospitalario», le dijo. Lucas se marchó del hospital sin conocer los resultados, al día siguiente su vuelo salía a las doce y treinta y cinco minutos, debía terminar de preparar el equipaje y descansar.

Lucas aterrizaba en el aeropuerto internacional de San Francisco el veinticuatro de junio a las diecinueve horas y cinco minutos, hora del pacífico. Tomó un taxi que le dejó en Union Square, en la puerta del hotel. Se identificó en recepción, comprobaron la reserva y le entregaron la llave de su habitación. Sin deshacer el equipaje se acostó y estuvo durmiendo diez horas seguidas.

A la mañana siguiente comenzó a planear su encuentro con Nativa. Redujo a dos las posibilidades que consideraba factibles: ponerse en contacto con ella telefónicamente y concretar una cita, o preparar un encuentro en su recorrido diario habitual, a ser posible a la salida del trabajo. Eligió la segunda de las opciones, y se marcó un tiempo para llevarla a efecto: el uno de julio. Si a esta fecha no lo había conseguido, se pondría en contacto telefónico con ella. Para preparar el encuentro necesitaba conocer con exactitud los horarios y lugares que frecuentaba a diario. En Madrid, había recopilado mucha información por internet: direcciones, números de teléfono, nombres de instituciones que frecuentaba; ahora tenía que realizar las últimas averiguaciones. Debía ser prudente, no levantar sospechas de su investigación; el primer indicio de desconfianza o incomodidad que percibiera en sus interlocutores en las conversaciones que con ellos mantuviera, sería motivo suficiente para abandonarlas de forma inmediata.

Necesitaba dar con el momento adecuado, darle la oportunidad de rechazarlo en el supuesto de que se mostrara contrariada o molesta ante el encuentro. No le vendría mal un poco de suerte. Pero «¿la suerte existe?» –se preguntaba. Cuando era joven sostenía que la suerte no existía, pero ya no pensaba lo mismo. Todo consistía en lo que consideráramos qué era la suerte. Para él la suerte respondía a una especial confianza en sí mismo y en el futuro, el preparar las cosas minuciosamente, y la confluencia de las condiciones propicias que permitieran el resultado buscado.

La mañana del martes la dedicó a llamar a los teléfonos que disponía. Se dirigía a las personas en inglés, pero sugería hablar en español o que le atendiera una persona que conociera su idioma, habida cuenta de su lamentable nivel de inglés. Se enteró de que Nativa había adquirido recientemente un nissan leaf eléctrico, le gustó que fuera así, coincidían sus gustos e inquietudes. También consiguió hacerse con su matrícula. Las mañanas del miércoles al domingo las dedicó a visitar la universidad de Berkeley; caminó por sus calles y plazas, sintiendo que de esa forma se encontraba más cerca de ella: había empezado a compartir los lugares que frecuentaba. Visitó el edificio que alberga el Departamento de Ingeniería medioambiental, pero las clases habían concluido, apenas había nadie en el edificio. Caminó por calles y plazas y encontró su coche estacionado muy cerca de Dwinelle Plaza. Identificó el edificio del Educational Technology Services, al que un grupo de profesores estaba acudiendo en esos momentos, y se enteró de que el lunes, uno de julio, habría un simposio en este centro a las diez de la mañana, al que asistiría.

El uno de julio, a las nueve de la mañana, Lucas estacionó su automóvil delante de la sede de dicho organismo. No vio entrar a Nativa, aunque se cercioró de que su coche estaba aparcado en la zona. Durante más de tres horas estuvo Lucas esperándola, unas veces en el interior del coche, otras a la sombra de alguno de los árboles que pueblan la plaza. A las doce y veinticinco minutos la vio salir acompañada de un hombre que supuso que era su marido. Pensó que el tiempo la habría trasformado de tal forma que cuando se encontrara delante de ella sería incapaz de reconocerla, pero no fue así. Conservaba en su rostro el aire de la Nativa que él había conocido, y sobre todo su forma de andar, esa no había cambiado, seguía siendo la misma. Fue consciente de que Nativa le había mirado según salía del edificio, mientras que él se encontraba a la sombra de un árbol que hay enfrente de la entrada del mismo. Lucas comenzó a caminar a su encuentro y se paró a dos metros del lugar que debían pasar para dirigirse a su automóvil. Se intercambiaron una mirada y ella la desvió de forma inmediata, moviendo sus ojos hacía arriba y a la derecha, como intentando buscar en su memoria por qué le resultaba tan familiar la mirada de aquel individuo. Era evidente que no le había reconocido. Podía haberle dicho en ese momento: «Nativa, ¿no me reconoces? Soy Lucas», pero no pudo, algo paralizó sus cuerdas vocales. Presenció cómo se metían en el coche y como este se alejaba.

Lucas había descubierto que no podía hacerlo. No tenía derecho a perturbar su vida, despertar sentimientos que habían quedado sepultados a varios metros de profundidad bajo la arena del tiempo. Había descubierto lo que no debía hacer. Nativa y él habían llegado a la misma conclusión, la de no unir de nuevo las líneas paralelas que conformaban sus vidas; ella lo hizo antes que él, pero por diferentes razones. Nativa era de la opinión que si las unieran de nuevo, encontrarían más dolor que placer, en su situación actual, sabiéndose recíprocamente observados, todo era más bello, sin duda mejor. Él, por temor a hacerle daño.

Lucas tomó el coche, abandonó el recinto de la Universidad y atravesando la bahía por el San Francisco-Oakland Bay Bridge, se dirigió al Golden Gate. Para ello tomó el camino de Embarcadero, North Point, Lombard, Richardson y Lyncoln Avenue. Se asombró de lo fácil que le había resultado llegar. Estacionó el vehículo en el aparcamiento que se encuentra al este del puente, le hizo una fotografía con su móvil, y lo estuvo observando durante un buen rato, con su cuerpo apoyado en el automóvil, estaba agotado. Todo se había producido de una manera completamente diferente a la que él había proyectado. En esos momentos se encontraba en el lugar donde debía de estar, según sus planes, pero según estos Nativa debería de estar a su lado, y no lo estaba. Solo o acompañado debía atravesar ‘El puente rojo’, como él llamaba al Golden Gate.

De los tres carriles que el puente tiene en cada sentido, se situó en el de la derecha, y fue recorriendo lentamente sus casi dos mil metros de longitud. No le dolía el hombro. Recordó palabra por palabra la propuesta que en forma de poema había realizado a Nativa años atrás. Fue reproduciéndola en voz alta durante todo el tiempo que tardó en atravesar el puente: «Sé que me miras mientras la montaña observa, al lado de la Bahía. Te pedí que me llevaras, a tu universo, perdido. Tenía tantas cosas que contarte. Pero no obtuve respuesta. Crucemos juntos el puente rojo, para llegar al lugar donde habita la memoria, donde el olvido es solo olvido. Tus brazos en círculo rodeando mi cuello, imágenes de un pasado, recobrado, sentido. Llévame a tu universo perdido. Tantas cosas tengo que debería contarte...». Pensó que a esas palabras, como a tantas otras, se las llevaría el tiempo y el viento; nadie las recordaría, pues nadie, nada más que ella, las había leído.

Cuando llegó a Sausalito, dio la vuelta y tomó el camino de regreso. La sensación que tuvo a la entrada del Golden Gate por los carriles que acceden a San Francisco, distaba en gran medida de la que había experimentado cuando lo atravesó en sentido contrario: estaba claro que volvía a casa. Descansó su cabeza en el reposacabezas de su asiento, con la ventanilla abierta. Mientras el viento ventilaba su rostro, veía como se acercaba más y más a este lado del Puente Rojo, el que está regido por las leyes del tiempo y del espacio, por la enfermedad, por los mercados financieros, por la mentira, la traición y el fracaso, un híbrido entre el sometimiento y la rebeldía, por la cordura y la locura. Le empezó a doler el hombro. Por un momento se estremeció al pensar en el calvario que le esperaba. Pensó que tal vez su viaje había respondido a una necesidad personal, a obtener las fuerzas suficientes para afrontar el final de su enfermedad, o simplemente para tener la certeza de que ella se encontraba bien. «En un tiempo infinito, las cosas finitas pasan infinitas veces. ¿Por qué me viene ahora Nietzsche a la mente? ¿Estaba perdiendo la cordura? Ojalá que pudieran repetirse infinitas veces; ojalá que pudiera dejar de ser pertinaz en el error, llegar siempre a medir las palabras, pensar detenidamente en las consecuencias de mis actos. Pero hay muchas emociones, muchas cosas que están fuera del control de los hombres, también pensamos con los sentimientos». Se dio cuenta de que estaba dando vueltas en círculo, había entrado en un bucle; el tiempo le pareció circular, volvía a los orígenes. Se detuvo un momento a analizar lo que le estaba pasando. «Nadie me dijo que iba a perder mi capacidad de concentración, el control sobre mí mismo, aunque supongo que no es producto del cáncer, que simplemente es consecuencia del miedo a la cita a la que nadie puede faltar, la que nos trata sin ningún tipo de privilegios, sin miramientos, la que pensamos que nunca llegaría, la que siempre puede esperar, lo que siempre le sucede a los demás. Me duele el hombro, estoy asustado, necesito ser atendido». La vida podía ser la historia de una tragedia, pero la suya no podía ser definida como tal, había sido una historia repleta de amor a la vida y de reivindicación por ella. «Vivir es hacer realidad un sueño y es esta la auténtica tragedia: la imposibilidad de que ese sueño se haga realidad».

¿Deliraba Lucas cuando pensaba esto? El que piense de esta forma seguro que no ha llegado en su lectura a esta altura de la historia; es una suerte, pues para él no ha sido escrita. Si decides continuar con la lectura de este relato habrás de saber que en ese momento Lucas pensaba que no eres inocente, que nadie es inocente.

Recordó a Diana, su madre, aconsejándole que cuando se sintiera mal se mirase las manitas. Era tan pequeño en aquel entonces, que sus manos no llegaban a ser manos, se quedaban en simples manitas. Lucas las miraba y se tranquilizaba. «Queremos ser eternos, inmortales, y eso nos impide ser inocentes», concluyó. Sintió que tenía fiebre, estaba confundido, enfermo. Por un momento pensó en llamar por teléfono a Nativa para pedirle ayuda, pero lo rechazo de inmediato. Estaba en dificultades y no sabía cómo resolverlas. Estaba y se encontraba solo, le dolía el hombro; en un instante todos los males confluyeron en su mente, se había colapsado. Paró en una gasolinera, se tomo una pastilla y se miro las manos durante unos minutos, observando como poco a poco iba disminuyendo el temblor. Cuando se tranquilizó, retomó su camino.

Una vez en el hotel, conectó el portátil y se dirigió a la página de la revista El unicornio de vapor. El número de julio estaba casi preparado, sólo faltaba su relato. Buscó el archivo, lo marcó, copió y pegó; sería el último cuento que publicaría: ‘Te estaré esperando en Puerta Cerrada’. Revisó su correo electrónico. Sólo le interesaron dos de los mensajes recibidos. Uno era de Chema, le pedía por favor que se pusiera en contacto con él de forma inmediata; el otro era de Virginia, quería saber cómo se encontraba. Cogió el móvil y marcó el teléfono de Chema. «Lucas, debes venir al hospital ahora mismo», le dijo en cuanto escuchó su voz. «Imposible, estoy lejos de Madrid, estoy en San Francisco», contestó Lucas.

—¡Pero qué cojones haces en San Francisco! Por favor, toma el primer vuelo, necesitas que te atendamos.

—Chema, estoy intentando poner un poco de orden en el final de mi vida –le dijo casi gritando–. Bien, perdona, mi vuelo sale mañana a las quince cuarenta, hora del pacífico, llegaré a Madrid el miércoles alrededor de las tres de la tarde. Esa misma noche estaré en el hospital.

—¿Tienes aún pastillas? ¿Te duele la escápula? No lo olvides Lucas, tómate una cada doce horas.

—Lo estoy haciendo. –Lucas se mantuvo en silencio unos segundos–. Está en la escápula, ¿no es eso?

—El miércoles nos vemos y hablamos. No quiero darte falsas esperanzas, pero aún nos queda una última carta que jugar, la utilizaremos.

A la mañana siguiente Lucas abandonó la habitación del hotel dejando en el interior su maleta, no podía cargar con ella, en la mochila llevaba todo lo que necesitaba para el viaje. Se dirigió a la conserjería, pagó la factura en efectivo y devolvió la llave de la habitación. Lucas estacionaba el automóvil en el aparcamiento de Hertz del Aeropuerto Internacional de San Francisco a las doce horas y cinco minutos del martes dos de julio. Obtuvo la tarjeta de embarque, pasó el control de pasaportes y se dirigió a la sala privada de Air France, donde comió, tomo café, una pastilla de morfina y un botellín de agua. Encendió su portátil, se dirigió a la página de El unicornio de vapor y leyó por última vez su relato. Tal vez Nativa ya lo había leído; «Seguro que le había gustado», pensó. Desde su móvil realizó una llamada a una residencia de ancianos de Soto del Real y otra a Virginia para decirle la hora de llegada de su vuelo, sería el miércoles a las tres de la tarde. Le dijo que no le fuera a esperar al aeropuerto, tenía fuerzas suficientes para volver solo, necesitaba volver solo.  El móvil le avisó de la puerta de embarque de su vuelo, la cotejó con la que se indicaba en las pantallas de información del aeropuerto, apagó el portátil y se dirigió a la puerta de embarque. En ella entregó la tarjeta de embarque a la azafata, quien se la devolvió dándole las gracias en español. Cuando se dirigía al pasillo de acceso al avión, le pareció escuchar que alguien le llamaba por su nombre, se volvió pero no vio a nadie, hubiera jurado que había escuchado su nombre. Se dio media vuelta, apagó el móvil, y embarcó en el vuelo A083 de Air France con destino al aeropuerto Charles de Gaulle de París. Una azafata de vuelo le atendió y le mostró su asiento: ventanilla derecha, la que había elegido. Escuchó los motores del Boeing 777 a plena potencia en la cabecera de pista, notó cómo las ruedas del aparato se separaban del suelo, y escuchó el sonido del tren de aterrizaje retrayéndose y el de las compuertas al cerrarse. Eran exactamente las quince horas y cincuenta y cinco minutos, hora del pacífico. A través de la ventanilla disponía de una vista espectacular de la bahía de San Francisco. Se acercó a ella y fijó su mirada en el paisaje. Divisó el conjunto de la ciudad de San Francisco; más allá se encontraría Palo Alto, Mountaine View, Santa Clara, San José, Monterrey, Fresno, Bakersfield, Los Ángeles… En algún punto, para él indeterminado, del espacio que divisaba por la ventanilla del avión, se encontraba Nativa, su primer amor, el que no se consume, el que nunca muere; su vida paralela, constantemente convergiendo con la suya como vasos comunicantes a través de la fantasía y de la imaginación. Uno de los dos, en un momento determinado debía tomar la decisión de torcer la línea del destino, y había sido él. Había estado tan cerca que le había parecido percibir el olor de su piel. Hacía tiempo que había descubierto que el primer amor no consiste solo en enamorarse, es algo más. Abarca desde el propio sentimiento de estar vivo, el originario y solidario de pertenecer a algo más a lo que se reduce tu universo corporal. El primer amor es el que establece las ganas de vivir y el que te prepara para afrontar la lucha por la vida, el que te abre las puertas al mundo, un reto que nos presenta a cada uno comprometido con su propio destino, aún consciente de que los avatares inesperados no harán otra cosa que modificarlo una y otra vez; la felicidad no es más que el sentimiento de sentirnos radical y determinantemente vivos.

Las luces indicativas de que los pasajeros deben mantenerse con los cinturones abrochados, se apagaron. Recostó su asiento hasta convertirlo casi en una cama y cerró los ojos. No tenía miedo, ni le dolía el hombro. Se encontraba cómodo y tranquilo. «¿No querías entender, Lucas? Pues ya estás en disposición de entender», se dijo a sí mismo. Porque entender es amar, y amar es una imagen, la imagen de nuestra propia historia proyectada en el ser querido, una mezcla entre el placer de tener y el dolor de renunciar. Cuando llegara a Madrid se dirigiría a Puerta Cerrada, volvería a aquella plaza como vuelve el criminal al lugar donde ha cometido su crimen, con la esperanza de que si ya no la victima, sea el espacio el que le otorgue el necesario perdón; como vuelve el hombre que ha perdido el hilo narrativo de su existencia, con la esperanza de recuperarlo y con ello recobrar las fuerzas necesarias para proseguirlo y hacerlo suyo definitivamente; como vuelve al lugar de su alumbramiento el hijo que ha perdido tempranamente a su madre, con la esperanza de conservar para siempre algo que compartir con ella; como vuelve el amante al lugar donde fue feliz, con la esperanza de recuperar la felicidad perdida, hacerla suya una vez más, porque en el fondo, pensaba Lucas, aunque somos seres finitos y mortales, tenemos vocación de inmortalidad, por eso siempre intentamos vivir un poquito más. Poseemos la capacidad de predicción, pero el curso de los acontecimientos nos sorprende, estamos siempre expuestos a los azares de la vida. Sentiría la presencia de las sombras de todos los hombres que habían transitado por aquella plaza. Pues al final, todos terminamos siendo sombras, pensaba, supervivientes moribundos, por todo el desprecio, el vacío y la mentira, causada y recibida, percibida e ignorada, que poco a poco nos van arrebatando trocitos de nosotros mismos. Pero constantemente, y esta es nuestra grandeza, aprendemos, reconocemos nuestros errores, pedimos y obtenemos el perdón, y nos hacemos con las fuerzas suficientes para continuar el camino de la lucha por la vida. En Puerta Cerrada, apoyado en el pedestal que sustenta la cruz, estaría esperando a Nativa durante una hora; lo haría no solo porque se había comprometido a hacerlo, también porque quería de una vez por todas dejar aquella puerta abierta de par en par. Cuando transcurriera una hora se dirigiría a su casa, dejaría el equipaje, se ducharía, prepararía de nuevo la maleta, y con Virginia se dirigiría al hospital. Pero antes quería contar con la complicidad de su memoria e imaginación, sus mejores aliados: él también quería vivir un poquito más. Gracias a ellas, observaría cómo a lo lejos, Nativa y él mismo, con catorce años, subían el tramo final de la cuesta de la calle de Segovia cogidos de la mano; cómo cruzaban la calle y se besaban, celebrando que habían llegado a Puerta Cerrada sanos y salvos una vez más. Observaría cómo caían en la cuenta de que algo inusual ocurría aquel día en la plaza. Ambos se detendrían a mirar a un señor que con un gorro gris y unas gafas oscuras también los miraba a ellos. Se acercarían a él. Nativa se soltaría de la mano de Lucas y se aproximaría aún más a aquel hombre; Lucas la miraría con curiosidad y emoción, manteniéndose en un segundo plano. Y Nativa, mascando chicle y con el desparpajo y la naturalidad que en aquella época la caracterizaban, se dirigiría al señor y le preguntaría:

«Señor, ¿puedo hacerle una pregunta?». El señor asentiría con la cabeza. «¿Sabe usted quién es Nativa, la conoce?». El señor se desprendería de las gafas de sol, la miraría a los ojos y le diría: «Claro, ¿cómo no había de conocerla?: Nativa soy yo».

En Madrid, a ocho de julio de dos mil trece.





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