Foto: Luis Cejudo
Cuando Diana murió, Fernando se quedó solo. Su hijo Lucas le visitaba con muy poca frecuencia, y excepcionales eran también las visitas de su nieto. Desde que Diana y él se jubilaron vivieron en Soto del Real, el lugar más tranquilo del mundo; el lugar a donde Fernando siempre quería volver, donde podía leer y escribir con plena libertad.
Sesenta y ocho años tenía Fernando en septiembre de dos mil, cuando inauguraron la residencia de ancianos Sotolmos. La descubrió en el inicio de una de sus caminatas. Observó el lugar donde se encontraba, con unas magníficas vistas a Cuerda Larga y al Hueco de San Blas. En ese momento tuvo la certeza de que más temprano que tarde terminaría viviendo en aquel lugar; probablemente allí mismo moriría.
En diciembre de dos mil nueve su perro Rudo, su única compañía, también murió, y en marzo de dos mil diez a Lucas le detectaron un cáncer de riñón. «Todo se hunde –pensó–, todo se hunde a mi alrededor». Era consciente de que el tramo final de su vida había llegado, y con él, la hora de solicitar su ingreso en Sotolmos. Fernando traspasó la puerta de aquella residencia de ancianos en octubre de dos mil diez.
En la residencia la vida transcurría lentamente. Los días estaban disueltos en tal monotonía, que no podían ser distinguidos unos de otros. Era aquella una vida ordenada, controlada y tranquila, pero sórdida y aburrida. Televisión, partidas de mus y de dominó, competiciones de petanca y al juego de la rana, tertulias improvisadas donde cada uno contaba sus aventuras, reales o inventadas. Los últimos años de un centenar de vidas que se habían dado cita en un mismo lugar, todas aquellas vidas que habían contribuido de una forma u otra a hacer historia; una lucha solidaria por la existencia, habida cuenta de que todos pertenecemos a la misma especie. Una lucha por la supervivencia en la que la vida de que cada uno está comprometida con la del otro, aunque solo sea de una forma intuitiva; como una manada de homo sapiens que trata de salir adelante respondiendo a un mandato originario y solidario, en el que lo importante no es el individuo sino el grupo. Una forma de hacer historia que se identifica no en manifestaciones ni en actos multitudinarios donde se gritan consignas miméticamente aprendidas, sino en que todas las almas actúan silenciosamente, de forma acompasada y simultánea, un proceso en el que multitud de intimidades coinciden en el fondo y en la forma. Coincidencia que se produjo en múltiples ocasiones en el silencio y en el miedo colectivo, el mejor aliado de las tiranías. Hicieron lo que pudieron, se decían, y lo que pudieron bien poco fue. Muchos de los momentos que recordaban nunca sucedieron, tan solo eran el fruto de su fantasía e imaginación; y otros, justo los que no recordaban, eran aquellos que realmente habían tenido lugar. Y en esos momentos, en el ocaso de sus vidas, miraban al pasado con una total indiferencia, aquella mirada que solo los hombres que intentaron hacer algo grande y fracasaron en el empeño son capaces de mostrar. Fernando, casi con total seguridad el más consciente de todos los que en aquella residencia habitaban, decidió refugiarse en la música, en los libros y en las largas caminatas que realizaba a lo largo y ancho del Parque Regional de la Cuenca Alta del Manzanares.
Durante un tiempo se creyó el más fuerte del lugar, pero todo cambió cuando su hijo le comunicó su enfermedad. No podía permitirse sobrevivir a su hijo, necesitaba urdir un plan que lo impidiera. Recordó una conversación que Chema, un médico que estudió en el colegio con Lucas, había mantenido con él hacía ya años. Chema le contó que existía una forma plácida y segura de terminar con tu propia vida: treinta pastillas de valium 5 bastaban para asegurar la muerte de una persona en una hora, menos incluso si se aplicaba a un anciano que padece una insuficiencia cardiaca, como era su caso. Se trataba de obtener ese número de pastillas de aquel medicamento. Para ello, Fernando pidió acudir a la consulta del médico, y una vez que estuvo en ella utilizó todas sus dotes de persuasión en las que antaño había sido un maestro. Le dijo que tenía la espalda cargada, que le dolía el cuello, moverlo le suponía serios esfuerzos, no descansaba bien, no se relajaba, no dormía. El médico cayó en la trampa, y ordenó que se le suministrara una pastilla de valium 5 diaria, y que cada semana se le informara de su evolución. Fernando, en lugar de tomarse la pastilla que la enfermera dejaba en la mesilla de noche, fue guardándolas en un frasco de vidrio, y de esta forma consiguió reunir treinta y dos. Pero cuando contaba con el número de pastillas adecuado y era firme su propósito de acabar con sus días, surgió un hecho inesperado, uno de esos acontecimientos que son capaces de producir un giro imprevisto en nuestras vidas. Una de las camareras, mientras le servía el café del desayuno, con una espontaneidad hasta aquel momento para él desconocida, se dirigió a él y le dijo: «algún día habrás de contarme de qué tratan esos libros que a todas horas lees». Fernando se la quedó mirando, entrecerró sus ojos, ese gesto que no pretende ver mejor, sino mejor entender lo que encierran las palabras que uno acaba de escuchar, y le contestó: «todos y cada uno de ellos, Carmen». Carmen se le quedó mirando, sorprendida al comprobar cómo aquel hombre, apenas a unas horas de comenzar su trabajo en la residencia, ya sabía su nombre.
Aquel día comenzó una estrecha relación literaria. Fernando comenzó a facilitar a Carmen textos de ciertos autores, como de Edgar Allan Poe, Constantino Kavafis, Milan Kundera, Miguel de Unamuno, León Felipe y Antonio Machado. Otras veces le entregaba los libros en los que marcaba las páginas en las que debía centrarse con pequeñas señales removibles de colores, y así lo hizo con obras de María Zambrano y de Hannah Arendt. Por su parte Carmen descubrió a Fernando textos de Samuel Beckett y de John Maxwell Coetzee, y la poesía de Javier Egea y de José María Fonollosa. A esto Fernando lo llamó ‘intercambio genético-literario intergeneracional’. A Carmen le gustó. Para realizar este intercambio aprovechaban la hora de descanso de Carmen.
Fernando empezó a cuidar más su aspecto, todo el mundo en la residencia, personal empleado y residentes, se percató de ello. Carmen también modificó el suyo, cambió de peinado, lo que le permitía a veces recogerse el pelo, lo que la hacía mayor. Sólo Fernando se dio cuenta de este detalle.
Un buen día, cuando se encontraban en plena fase de intercambio, Carmen le dijo a Fernando que tenía curiosidad por conocer algo sobre él, que le gustaría que le contase algo importante que le hubiera sucedido, y que lo hiciera como si le estuviera contando un cuento.
«Hace muchos años –comenzó a narrar Fernando– quise a una mujer. Estudiábamos juntos derecho en la Universidad Central, aunque yo iba un curso adelantado. Hacía lo que ella me pedía. Estaba donde ella quería que estuviera, trabajaba para ella, hacía resúmenes de libros que le facilitasen su estudio. Me gustaba escucharla; escuchar cómo defendía la igualdad de derechos de todos los seres humanos, que todos tenían derecho a un espacio de libertad en el que no solo nadie debía interferir, sino que el Estado debía velar para que tal espacio no fuera vulnerado. Que todos teníamos derecho a un juicio justo, a ser informados de los cargos de los que se nos acusaba, a rebatir y desmentir tales cargos. Manteníamos una relación estrecha, de compañerismo, todo lo compartíamos, al menos eso era lo que yo pensaba. Pero llegó un día en que cambió su actitud. Yo me trasladé a Atlanta para recibir un curso de inglés jurídico y realizar prácticas en un bufete de aquella ciudad, era una oportunidad que tenía que aprovechar, se trataba de algo muy importante para mi futuro. Todos los días la escribía una carta; a ninguna de ellas contestó. Comencé a preocuparme, y en lugar de cartas le enviaba telegramas, en aquella época no existía internet, pero también a los telegramas contestó con el silencio. Intenté hablar con ella por teléfono, pero o se acababa de ir o todavía no había llegado. Desesperado, una mañana hice la maleta y me vine a Madrid. Necesitaba hablar con ella, que me diera explicaciones de lo que estaba sucediendo. Después de dos días de viaje llegué a Madrid y me dirigí al aula donde tenía clase. Me la encontré en la puerta y le pregunté que qué demonios le pasaba, y ella me contesto que no le pasaba nada, que qué había de pasarle. Le respondí que esa contestación menospreciaba mi inteligencia, que ya estaba bien de tomarme por tonto. Ni me miró, se dio media vuelta y entró al aula. Aquel día me di cuenta cómo la soberbia conduce al odio y al rencor, el egoísmo a la envidia y a la ingratitud, y que aunque el que comete injusticia termina haciendo un mal mayor que el que la padece, es tan justo que tal mal sea afligido al que la comete como injusto que lo reciba el que la padece. Todos somos responsables de nuestros actos, y no cabe eludir tal responsabilidad invocando exigencias externas ni nada semejante. Más tarde, una compañera me describió su conducta, y a través de sus comentarios llegué a la conclusión de que estaba incumpliendo compromisos que había adquirido conmigo y revelando confidencias que a ella y solo a ella le había confiado. Consideré que lo más sensato era mantenerme alejado de esa mujer, pero he de reconocer que nunca llegue a odiarla, pues ya entonces era sabedor que el odio deforma la realidad, crea falsos recuerdos, y es capaz de encontrar justificaciones a la más cruel de las conductas. Aquel día y en ese mismo lugar conocí a Diana, con la que más tarde me casé. La conté toda la historia, aunque le dije que ese día había estado durante más de tres horas en la puerta del aula esperándola, y que no se había presentado porque estaba enferma. Creo que hice mal en mentirla, pero no tenía fuerzas de dar explicaciones sobre algo de lo que yo mismo había sido privado de explicación. Al final, los derechos que tan vehementemente había defendido como patrimonio universal de la humanidad, terminó negándoselos a la persona que más la había querido y protegido, y eso sucedió justo antes de haberme pedido que la llamara más a menudo, que necesitaba saber más de mí. En aquellos momentos pensé ‘¡Caramba!, qué razón tenía La Rochefoucauld cuando decía que cuanto más se ama a un amante más cerca se está de odiarle’. El primer amor marca en gran parte el carácter de una persona, y la prepara para enfrentarse al futuro. Yo creo que en ese momento se está amando a algo más que a una mujer, se está amando a una forma de entender el mundo y la vida, se trata de concebir la realidad con la que tienes que medirte, se trata de vivir o sobrevivir. Siempre tuve la esperanza de que algún día se pondría en contacto conmigo para pedirme perdón. Aún hoy sigo esperando». Fernando se quedó mirando a Carmen y le preguntó que qué le había parecido. «Y cómo se llamaba esa mujer», pregunto Carmen. «Carmen, se llamaba Carmen, como tú», contestó Fernando. «Vaya, maldita casualidad. ¿Sabes?, es una historia muy dura, pero he de reconocer que me gusta: de lo malo siempre se extrae algo bueno. A la vez que aquella mujer te mostraba su auténtico fondo conociste a Diana. Un vuelco inesperado, un meandro imprevisto en el río de la vida, como tú dices. Odiar a ciertas personas es una concesión excesiva que no merecen. Es cierto que el odio te deforma, por eso hay que mantenerse alejado de él, libre de sus influencias, pero a veces resulta tan difícil… Además, Fernando, ¿a quién puede hacer daño un cuento?» Fernando no contestó. Se la quedó mirando. «¡Qué rápido aprendía!», pensó. Consideró que había llegado el momento de hablarle de Goethe; debía de leer Las afinidades electivas. Cuando lo hiciera conocería la personalidad de Eduard, Charlotte, Ottilie y del capitán; podría hacer balance de la multitud de implicaciones que acompañan a las relaciones humanas, y también tendría la oportunidad de meditar a partir de las reflexiones que Ottilie anotaba en su diario.
«Hace muchos años –comenzó a narrar Fernando– quise a una mujer. Estudiábamos juntos derecho en la Universidad Central, aunque yo iba un curso adelantado. Hacía lo que ella me pedía. Estaba donde ella quería que estuviera, trabajaba para ella, hacía resúmenes de libros que le facilitasen su estudio. Me gustaba escucharla; escuchar cómo defendía la igualdad de derechos de todos los seres humanos, que todos tenían derecho a un espacio de libertad en el que no solo nadie debía interferir, sino que el Estado debía velar para que tal espacio no fuera vulnerado. Que todos teníamos derecho a un juicio justo, a ser informados de los cargos de los que se nos acusaba, a rebatir y desmentir tales cargos. Manteníamos una relación estrecha, de compañerismo, todo lo compartíamos, al menos eso era lo que yo pensaba. Pero llegó un día en que cambió su actitud. Yo me trasladé a Atlanta para recibir un curso de inglés jurídico y realizar prácticas en un bufete de aquella ciudad, era una oportunidad que tenía que aprovechar, se trataba de algo muy importante para mi futuro. Todos los días la escribía una carta; a ninguna de ellas contestó. Comencé a preocuparme, y en lugar de cartas le enviaba telegramas, en aquella época no existía internet, pero también a los telegramas contestó con el silencio. Intenté hablar con ella por teléfono, pero o se acababa de ir o todavía no había llegado. Desesperado, una mañana hice la maleta y me vine a Madrid. Necesitaba hablar con ella, que me diera explicaciones de lo que estaba sucediendo. Después de dos días de viaje llegué a Madrid y me dirigí al aula donde tenía clase. Me la encontré en la puerta y le pregunté que qué demonios le pasaba, y ella me contesto que no le pasaba nada, que qué había de pasarle. Le respondí que esa contestación menospreciaba mi inteligencia, que ya estaba bien de tomarme por tonto. Ni me miró, se dio media vuelta y entró al aula. Aquel día me di cuenta cómo la soberbia conduce al odio y al rencor, el egoísmo a la envidia y a la ingratitud, y que aunque el que comete injusticia termina haciendo un mal mayor que el que la padece, es tan justo que tal mal sea afligido al que la comete como injusto que lo reciba el que la padece. Todos somos responsables de nuestros actos, y no cabe eludir tal responsabilidad invocando exigencias externas ni nada semejante. Más tarde, una compañera me describió su conducta, y a través de sus comentarios llegué a la conclusión de que estaba incumpliendo compromisos que había adquirido conmigo y revelando confidencias que a ella y solo a ella le había confiado. Consideré que lo más sensato era mantenerme alejado de esa mujer, pero he de reconocer que nunca llegue a odiarla, pues ya entonces era sabedor que el odio deforma la realidad, crea falsos recuerdos, y es capaz de encontrar justificaciones a la más cruel de las conductas. Aquel día y en ese mismo lugar conocí a Diana, con la que más tarde me casé. La conté toda la historia, aunque le dije que ese día había estado durante más de tres horas en la puerta del aula esperándola, y que no se había presentado porque estaba enferma. Creo que hice mal en mentirla, pero no tenía fuerzas de dar explicaciones sobre algo de lo que yo mismo había sido privado de explicación. Al final, los derechos que tan vehementemente había defendido como patrimonio universal de la humanidad, terminó negándoselos a la persona que más la había querido y protegido, y eso sucedió justo antes de haberme pedido que la llamara más a menudo, que necesitaba saber más de mí. En aquellos momentos pensé ‘¡Caramba!, qué razón tenía La Rochefoucauld cuando decía que cuanto más se ama a un amante más cerca se está de odiarle’. El primer amor marca en gran parte el carácter de una persona, y la prepara para enfrentarse al futuro. Yo creo que en ese momento se está amando a algo más que a una mujer, se está amando a una forma de entender el mundo y la vida, se trata de concebir la realidad con la que tienes que medirte, se trata de vivir o sobrevivir. Siempre tuve la esperanza de que algún día se pondría en contacto conmigo para pedirme perdón. Aún hoy sigo esperando». Fernando se quedó mirando a Carmen y le preguntó que qué le había parecido. «Y cómo se llamaba esa mujer», pregunto Carmen. «Carmen, se llamaba Carmen, como tú», contestó Fernando. «Vaya, maldita casualidad. ¿Sabes?, es una historia muy dura, pero he de reconocer que me gusta: de lo malo siempre se extrae algo bueno. A la vez que aquella mujer te mostraba su auténtico fondo conociste a Diana. Un vuelco inesperado, un meandro imprevisto en el río de la vida, como tú dices. Odiar a ciertas personas es una concesión excesiva que no merecen. Es cierto que el odio te deforma, por eso hay que mantenerse alejado de él, libre de sus influencias, pero a veces resulta tan difícil… Además, Fernando, ¿a quién puede hacer daño un cuento?» Fernando no contestó. Se la quedó mirando. «¡Qué rápido aprendía!», pensó. Consideró que había llegado el momento de hablarle de Goethe; debía de leer Las afinidades electivas. Cuando lo hiciera conocería la personalidad de Eduard, Charlotte, Ottilie y del capitán; podría hacer balance de la multitud de implicaciones que acompañan a las relaciones humanas, y también tendría la oportunidad de meditar a partir de las reflexiones que Ottilie anotaba en su diario.
Al día siguiente Carmen cumplía veintitrés años. Durante más de una hora estuvo Fernando esperándola en la puerta de la residencia, pero nunca llegó. Algo grave debía haberle sucedido, era la primera vez que llegaba tarde a su trabajo. El personal de la residencia le quitó importancia: «algo imprevisto se le habrá presentado», decían. Estaba atardeciendo cuando Fernando comenzó a darse cuenta de que algo extraño sucedía en la residencia. Carreras, comentarios, lágrimas, caras de circunstancias.
Había sido en la primera curva de ciento ochenta grados que se encuentra a la salida de Miraflores camino de Soto del Real. Carmen y su novio habían pasado la noche juntos, en una casa que su familia tenía en Miraflores de la Sierra. Habían trasnochado y se habían despertado con la hora justa. Carmen conducía, llegaba tarde al trabajo, iba más rápido de lo que en ella era habitual. Un coche adelantaba a un madrugador ciclista en plena curva e invadía el espacio que el automóvil de Carmen necesitaba para seguir su camino. Dio un volantazo intentando pasar por aquel reducido espacio y la parte derecha del coche golpeó el guardarraíl. Este le repelió, lanzando el vehículo hacía el guardarraíl contrario y, dando vueltas, lo atravesó por encima terminando en el fondo del barranco, en el cauce de un arroyo que por allí transita. Según le contaron, fue muy laborioso sacarlos del vehículo. Les trasladaron al servicio de urgencias del centro de salud de Miraflores. Carmen ya estaba muerta cuando llegó, y su novio muy grave. Le mantuvieron sus constantes vitales y en una ambulancia fue trasladado al hospital de la Paz.
Fernando se retiró a su habitación. Dijo en recepción que se encontraba mal y pidió que el médico se pasara a examinarlo al día siguiente. Estuvo durante mucho tiempo leyendo una y otra vez la dedicatoria que le había escrito en el ejemplar que de Las afinidades electivas había comprado para entregárselo ese mismo día como regalo de cumpleaños: «Las afinidades electivas, además de ser una novela que rebosa humanidad, reconoce a Goethe como creador de universos, todos ellos impregnados de poesía. Es una obra tratada con el color de unos ojos siempre abiertos, incluso cuando descansa y sueña. Que también sean tus ojos merecedores de disfrutar de la vida. Te deseo que todas las noches tengas a tu lado a alguien que te susurre al oído ‘descansa y sueña’». Colocó el libro en el mueble junto al resto. «Nadie entenderá nunca el significado de esa dedicatoria», pensó.
Le pasaron una llamada telefónica. Era Lucas. No dijo desde donde le llamaba. El cáncer había dado de nuevo la cara, pero estaba dispuesto a luchar contra él. No supo decirle otra cosa diferente a la que siempre le dijo en los momentos difíciles: «Sé fuerte hijo, ¡Suerte!».
«De una oscuridad procedemos, a una oscuridad nos dirigimos», pensó. Había llegado el momento. Destapó el frasco de vidrio en el que guardaba las pastillas de valium 5 que había reunido hacía unos meses, y fue tragándoselas lentamente, a la vez que tomaba pequeños sorbos de agua para ayudarlas a que llegaran a su estómago. Cuando terminó se asomó a la ventana. Era una noche deslumbrante, con una magnífica luna llena. «Tal vez al sol y a la muerte no se les pueda mirar fijamente –se dijo a sí mismo–, pero a la luna y a la muerte sí, si a ambos se hace de forma simultánea».
Delante de él se encontraba la sierra de Guadarrama. Divisó la silueta del Yelmo, con un brillo especial que le daba la luz de la luna; el color claro del granito que forman las buitreras que se extienden a lo largo de la ladera sur del pico de Navahondilla; la loma de Bailanderos, los Riscos de Peña Arcón, que tantas veces y por tantos diferentes lugares había intentado escalar. Puso su atención después en la montaña de La Najarra, y por último en el conjunto del Hueco de San Blas, que había recorrido a través de sus múltiples caminos y pistas; le pareció escuchar el sonido del agua de sus arroyos precipitándose hacia el fondo del valle. Sabía que ya nunca volvería a recorrer aquellos lugares. Pensó en Carmen, su primer amor, a la que nunca llegó a odiar y que de alguna forma y a pesar de su traición y desprecio, aún seguía queriendo. Pensó en Diana, su mujer, la que más le quiso. Pensó en sus múltiples amores, esos amores de un instante que nutren la vida cotidiana. Y por último pensó en Carmen, aquella mujer que acababa de perder la vida en la carretera de Miraflores a Soto cuando un azar inesperado le hizo perder el control de su automóvil. Pensó en lo extrañamente injusto e inexplicable que resulta siempre el final de las historias. Si de justicia pudiera hablarse, hubiera sido él y no ella quien había de encontrarse en el interior de su vehículo aquella mañana de verano.
Carmen, tan llena de vida; toda entera cargada de juventud y de esperanza. Su último amor; ese amor que a nadie se revela, el que habita en lo más recóndito de nuestra vida secreta. El que te devuelve la inocencia, el que te acerca a la inmortalidad.
Delante de él se encontraba la sierra de Guadarrama. Divisó la silueta del Yelmo, con un brillo especial que le daba la luz de la luna; el color claro del granito que forman las buitreras que se extienden a lo largo de la ladera sur del pico de Navahondilla; la loma de Bailanderos, los Riscos de Peña Arcón, que tantas veces y por tantos diferentes lugares había intentado escalar. Puso su atención después en la montaña de La Najarra, y por último en el conjunto del Hueco de San Blas, que había recorrido a través de sus múltiples caminos y pistas; le pareció escuchar el sonido del agua de sus arroyos precipitándose hacia el fondo del valle. Sabía que ya nunca volvería a recorrer aquellos lugares. Pensó en Carmen, su primer amor, a la que nunca llegó a odiar y que de alguna forma y a pesar de su traición y desprecio, aún seguía queriendo. Pensó en Diana, su mujer, la que más le quiso. Pensó en sus múltiples amores, esos amores de un instante que nutren la vida cotidiana. Y por último pensó en Carmen, aquella mujer que acababa de perder la vida en la carretera de Miraflores a Soto cuando un azar inesperado le hizo perder el control de su automóvil. Pensó en lo extrañamente injusto e inexplicable que resulta siempre el final de las historias. Si de justicia pudiera hablarse, hubiera sido él y no ella quien había de encontrarse en el interior de su vehículo aquella mañana de verano.
Carmen, tan llena de vida; toda entera cargada de juventud y de esperanza. Su último amor; ese amor que a nadie se revela, el que habita en lo más recóndito de nuestra vida secreta. El que te devuelve la inocencia, el que te acerca a la inmortalidad.
En Soto del Real, a quince de junio de dos mil trece.