La
noche del cuatro de septiembre de mil ochocientos sesenta y nueve, Giussepe
Tomasi Mecatti la pasó jugando a las cartas.
Mecatti era originario de Forlimpopoli, ciudad situada en la región italiana de Emilia-Romaña. Había venido a España por razones desconocidas, aunque se decía que no tuvo más remedio que huir, acuciado por las deudas acumuladas por su afición al juego. Su atractivo físico y su seductora conversación dieron como resultado que Sofía, una joven de dieciocho años, muy guapa y de buena familia, se enamorara de Giuseppe, y él, que de forma inmediata identificó este hecho como un medio seguro para medrar, aprovechó la ocasión y se casó con ella. Antes de que se cumpliera el primer año de su matrimonio nació una niña, a la que llamaron Minerva, diosa de la sabiduría y de las artes, nombre que fue propuesto por Mecatti, y que sin duda fue fruto de esos aires de grandeza que suelen acompañar al carácter ruin de ciertos hombres.
Mecatti era originario de Forlimpopoli, ciudad situada en la región italiana de Emilia-Romaña. Había venido a España por razones desconocidas, aunque se decía que no tuvo más remedio que huir, acuciado por las deudas acumuladas por su afición al juego. Su atractivo físico y su seductora conversación dieron como resultado que Sofía, una joven de dieciocho años, muy guapa y de buena familia, se enamorara de Giuseppe, y él, que de forma inmediata identificó este hecho como un medio seguro para medrar, aprovechó la ocasión y se casó con ella. Antes de que se cumpliera el primer año de su matrimonio nació una niña, a la que llamaron Minerva, diosa de la sabiduría y de las artes, nombre que fue propuesto por Mecatti, y que sin duda fue fruto de esos aires de grandeza que suelen acompañar al carácter ruin de ciertos hombres.
Sin
oficio ni beneficio, había entrado a trabajar en los Pozos de la Nieve, situados
al final de la calle de Fuencarral, gracias a los auspicios de su suegro, don
Vicente, comerciante que gozaba de un gran prestigio en el Madrid de
aquella época.
Aquella
noche, la suerte dio la espalda a Mecatti. Había perdido el sueldo de la
semana, los ahorros que cuidadosamente había ido acumulando Sofía, el reloj que
le regaló su suegro el día de la boda, el anillo, la cadena y la cruz de oro,
el mobiliario de su casa, ya no le quedaba nada más que pudiera ser aceptado por sus contrincantes.
Solo le quedaba su mujer. Y se la jugó. Y la perdió.
Cualquier
persona normal hubiera considerado que una mujer no puede ser objeto de apuesta
en un juego de azar, pero a Jaime Vega, persona conocida en los medios menos
recomendables de la ciudad, poco le importaba que fuera o no procedente tal
apuesta. Sofía era suya, se la había ganado a su marido jugando a las cartas.
Sofía había pasado toda la noche en vela, esperando a su marido, sentada en una silla mientras miraba a su hija
cómo dormía plácidamente. No era la primera vez que Giuseppe se pasaba toda la
noche fuera de casa, de todos era ya conocida su afición al juego. Cuando
llamaron a la puerta estaba amaneciendo. Por un momento pensó que además de
llegar sin dinero lo hacía borracho, pues él tenía su propia llave. Cuando abrió
y vio a aquellos dos hombres que la reclamaban como de su propiedad, no
entendió nada. Sofía se negó, les hizo frente, la agarraron, forcejearon, consiguió zafarse de ellos,
y gritando corrió hacia la cocina aterrorizada en busca de un cuchillo para
defenderse. Los gritos de auxilio hicieron que los vecinos salieran al
descansillo para ver qué era lo que ocurría. Jaime Vega y su acompañante, ante
el revuelo que se había organizado, no tuvieron más remedio que huir escaleras
abajo.
Sofía
despertó a Minerva, en cinco minutos salió despavorida de la casa llevando a su
hija en brazos y una bolsa en la que había metido lo primero que encontró a
mano. Estaba muy asustada, pero debía llegar a la Plazuela del Conde de Miranda
donde vivía su padre. Se sentía acosada, la perseguían. Desde la calle de Barquillo se dirigió a la de Alcalá, y una vez en la Puerta del Sol se
sintió incapaz de llegar a su destino, estaba agotada. Tomó la calle Arenal y
puso rumbo al Convento de las Descalzas, allí las monjas les darían cobijo.
Nadie sabe cómo, pero lo consiguió.
A la
mañana siguiente, las monjas hicieron llegar a don Vicente noticias del
paradero de su hija y de su nieta. Él mismo, acompañado de algunos sirvientes,
fueron a recogerlas. Sofía y Minerva subieron al coche de caballos que las esperaba
a la puerta del Convento, y que las conduciría a la finca que don Vicente tenía en
Navalcarnero. Allí estarían a salvo de los hermanos Vega y de Mecatti, si es
que a esas alturas todavía seguía con vida.
Aquella
niña, Minerva, tuvo un hijo, quien más tarde se convertiría en mi abuelo
Matías. Y Matías tuvo una hija, que más tarde se convertiría en mi madre. Sofía
contó a Minerva todo lo que había sucedido aquel día de septiembre, y le pidió
que esa historia no fuera olvidada, que fuera transmitida de generación en
generación. Y fue de esa forma como llegó a mi conocimiento, mi madre me la
contó; y tal como ella lo hizo, ahora la cuento yo.
Pero a pesar de reconocer el disparate que cometió mi tatarabuelo, siempre fui consciente de que soy portador de sus genes, y que, me guste o no, a su afición al juego debo mi existencia. Todos somos mezcla de lo bueno y de lo malo, y sin duda descendientes de ambas cosas.
Pero a pesar de reconocer el disparate que cometió mi tatarabuelo, siempre fui consciente de que soy portador de sus genes, y que, me guste o no, a su afición al juego debo mi existencia. Todos somos mezcla de lo bueno y de lo malo, y sin duda descendientes de ambas cosas.
Mientras
escribía esta historia he tenido una extraña sensación, como si alguien se
encontrara a mi lado. Es una de esas sensaciones que son producidas por los deseos
más íntimos, esos deseos que son de imposible cumplimiento,
pues desafían las leyes del tiempo y del espacio. Me hubiera gustado tanto
conocer a mi tercera abuela Sofía, que he tenido la sensación de tenerla junto a mí. Y si así hubiera sido, creo que se habría acercado,
me hubiera acariciado suavemente el hombro, y me hubiera dicho: «hijo,
por favor, no se te olvide terminar la historia con estas palabras: “contádselo
a vuestros hijos”».
En
Madrid, a veintidós de marzo de dos mil trece.