Llegó
exhausto. Había viajado durante dos días. Primero, en coche desde Alpharetta a Philadelphia,
después en avión hasta Milán, y desde allí a Madrid. Se encaminó a la facultad
de derecho de la Universidad Complutense para encontrar a aquella mujer que había
conocido tres meses antes en Mountain View y de la que se había enamorado. Hacía semanas que no atendía a sus llamadas telefónicas, que no
contestaba a sus cartas ni a sus telegramas. Hay ciertas cosas que deben solucionarse
cara a cara –pensaba–.
Sentado en la puerta del aula donde según sus cálculos debería encontrarse aquella mañana, la esperó durante más de tres horas, pero ella no apareció. Hacía casi un mes que había fallecido en un accidente de tráfico.
Ese mismo día y en aquella misma facultad conoció a Diana. Fue duro sustituir un amor por otro, pero lo hizo.
«Que
cómo lo sé. Diana me lo contó, es mi madre».
En Soto del Real (Madrid), a dos de marzo de dos mil trece.
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