lunes, 27 de mayo de 2013

10. Te estaré esperando en Puerta Cerrada



Foto: Luis Cejudo


Él siempre la llamó Nativa, aunque se llamaba Natividad. Muchos la llamaban Nati, pero a él Nati nunca le gustó.

Vivían puerta con puerta en una lúgubre casa de una calle perpendicular al Paseo de Extremadura, justo a lado de la Puerta del Ángel. Acudían al mismo colegio; en la misma iglesia escuchaban misa; rezaban las mismas oraciones; compartían ambos los mismos deseos y emociones.

Necesitaban estar juntos a solas, y si para ello tenían que mentir, mentían. Lo cierto era que mentían constantemente. Se inventaban urgentes e ineludibles obligaciones para salir juntos de casa camino de donde fuera. Y a los dos les gustaban las mismas cosas: el chicle, el chocolate y los libros.

Decidieron que tenían que salir de aquellas callejuelas, de aquellos curas malpensados, que no andaban más que rebuscando basura donde no existían más que miradas limpias. Construyeron su estrategia. Expusieron a sus padres que el conocimiento de idiomas era algo fundamental para su futuro, no cabía duda que necesitaban reforzar su francés. Había una academia llamada Brian en la calle de Tetuán, justo haciendo esquina con la calle de la Tahona de la Descalzas, en la que profesores francófonos impartían clases de francés: eso era justo lo que ellos necesitaban. Sus padres no pudieron oponerse. Martes y jueves, Nativa y Lucas quedaban después de finalizar las clases del colegio en la parada del autobús 31 para ir a clase de francés, pero nunca lo tomaban, se dirigían a la academia caminando, y así el dinero del billete Lucas se lo gastaba en cigarrillos y Nativa en chicles. Cuando pasaban por Puerta Cerrada y veían el rótulo en la fachada de una de sus casas, Nativa le decía a Lucas: «Algún día, Lucas, tendremos que abrir esta puerta. Mientras tanto, si me alejo de ti, que sepas que podrás encontrarme aquí, siempre te estaré esperando en Puerta Cerrada». Y como era habitual, Lucas se fumaba los cigarrillos mientras que Nativa compartía con él los chicles. «Pásame el chicle» –le decía–, y se besaban. Nativa empujaba con la lengua el chicle hacia el exterior de su boca, lo proyectaba a través de sus dientes, y entre sus labios se lo traspasaba a la boca de Lucas. Olor a fresa, menta, saliva, sudor y ternura.

Aquellos momentos en el que se producía el intercambio del chicle se convertían al día siguiente en una profunda desazón emocional, con un evidente matiz sexual. Más tarde se transformaba en un impetuoso deseo que les incitaba a una constante transmisión y recepción del chicle. Después, transcurrido el tiempo, identificaron en aquellos momentos algo obsceno, con sentimientos de vergüenza y arrepentimiento. Más tarde se convirtió en una idea estereotipada: «cosas de chicos»; para  derivar después en una profunda sensación de nostalgia, con una mezcla de belleza e imaginación, sabedores que aquellos maravillosos momentos no podrían ser recuperados. Por último, ambos terminaron identificándolos como un preciado tesoro que debían conservar en sus memorias para el resto de sus días. De esta forma, aquellas vivencias convertidas en recuerdos sufrieron un constante proceso de actualización. El tiempo vivido perduró en su conciencia más como fantasía e imaginación que como parte de su propia experiencia. Muchos años después, cuando Nativa recordó involuntariamente cómo en uno de aquellos besos el chicle quedó dividido en dos mitades, una en la boca de Lucas y la otra en la suya, supo identificar en la imagen recobrada del pasado una emoción diferente, una vivencia repetida, un aire fresco y renovado, aquello por lo que una vida merece ser vivida. Una historia abierta a un futuro incierto, con la mirada atenta y abandonada a los inesperados avatares que en cualquier momento pueden hacernos cambiar de rumbo.

Un buen día, el padre de Nativa comunicó a su familia que en España las expectativas de futuro eran escasas. Un ingeniero agrónomo debía estar en el lugar donde en esos momentos todo el proceso productivo se encontraba en constante evolución. California era la tierra prometida y allí era donde debían dirigirse. Todo fue tan rápido que cuando se quisieron dar cuenta, Nativa, con el resto de su familia, se encontraba en el interior del taxi que les había de conducir al Aeropuerto de Barajas rumbo a California. Lucas se asomó por la ventanilla del taxi, miro a Nativa y le dijo: «Te estaré esperando en Puerta Cerrada. Llevaré chicles». Y todos rieron, sus padres, sus hermanos, Nativa y él, pero sólo ellos conocían el verdadero significado de aquellas palabras.

Nunca nada volvió a ser como antes. Lucas rebuscaba a diario en el buzón de correos las cartas que Nativa le enviaba. Las abría destruyendo los sobres; leía las frases una y otra vez, comparando las posibles interpretaciones que a cada una de ellas podían darse. Y un buen día, no hubo más cartas.

Tenían ambos veinte años cuando Lucas se cruzó con Nativa, que acompañada de su marido, paseaba por la avenida de Portugal. Nativa empujaba un cochecito en el que iban dos niñas gemelas. «¿Cómo estás Nati?» –preguntó Lucas–. Ambos se intercambiaron una forzada sonrisa; los dos pensaron que todo se había ido a la mierda. Un año después, cuando Lucas obedeció la orden de disparar contra la multitud y la cumplió, le vino a la mente aquel impetuoso error, aquella situación que el destino le había brindado para hacerse mayor, para crecer, para entender que en el juego de la vida hay tantas reglas como vidas. En lugar de llamarla Nativa, como siempre, la llamó Nati, y en lugar de recomponer su vida se alistó como voluntario en el ejército para ser conducido al Sahara Occidental.

Nativa, incapacitada para comprenderse a sí misma desde que llegó a Sacramento, entendió a la perfección la reacción de Lucas, pero también ella encontró circunstancias adversas. Deslumbrada por una sociedad que intentaba transformar las bases en la que se había desenvuelto durante casi dos siglos, se vio inmersa en un torbellino de vivencias, de emociones, de noches en vela envuelta en música y pasión. Conoció a un chico y se entregó a él. Poco más tarde nacieron las gemelas, y más tarde llegaría la tercera, a la que llamó Nativa. Su marido se incorporó al cuerpo diplomático, y desde aquel día anduvieron de una embajada a otra, de país en país. A Nativa siempre le perseguía la misma idea, la misma obsesión; pensaba que se estaba quedando atrás, que Lucas ya habría terminado la carrera de derecho y ella ahí se había quedado, estancada, criando a sus hijas y atendiendo a su marido. Llegó el día que tuvo que tomar una decisión, le dijo que ya no aguantaba más, que le dejaba. Cogió a sus tres hijas y regreso a California.

Siempre identificó aquel momento como el que había marcado el comienzo de la lucha por recuperar su vida, una dura e indefinida batalla en la que puso a prueba su fuerza de voluntad. Supo sacar a sus hijas adelante mientras estudiaba ingeniería industrial. Dos nuevos matrimonios que acabaron en divorcio, dos nuevos errores que cargar sobre sus espaldas. De Sacramento a San Francisco, de San Francisco a San José, más tarde a Monterrey, y por último a Bakersfield. Había corrido tanto, tan deprisa, que se preguntaba cuántas cosas se habían quedado por el camino sin haber sido apenas consciente de haberlas vivido.

Y dentro de aquella vorágine apareció Lucas en forma de correo electrónico, la había localizado. El mundo se había vuelto muy pequeño; las fronteras de la información habían desaparecido y habían hecho a su vez sucumbir otras fronteras que en tiempos parecieron infranqueables. Se intercambiaron dos correos, dos que escribió Lucas, y dos que escribió ella, y no hubo más. La última frase del último de los correos de Nativa conmocionó tanto a Lucas, que decidió no responder, recurrió a la pasividad, y como no podía ser de otra forma, pasado el tiempo, se arrepintió.

En Bakersfield conoció a un hombre que era profesor de epidemiología en la universidad de Berkeley, y se casó con él, su cuarto matrimonio. Más tarde abandonaría el ayuntamiento de Bakersfield para dar clases de ciencia medioambiental en aquella universidad. Por fin la tranquilidad había llegado a su vida, se encontraba segura. Se había adaptado perfectamente a aquella sociedad, se sentía identificada con ella de tal forma que dio el paso definitivo adoptando la nacionalidad estadounidense.

Sus tres hijas ya eran mayores; se casaron y nació su primer nieto. Aquella carrera por la vida, por el reconocimiento de sí misma, por un proyecto que la hiciera creer que su existencia tenía algún sentido, comenzaba a dar sus frutos. Pero había algo en ella que la desquiciaba: ¿qué hubiera pasado si se hubiera quedado en Madrid? Habían sido muy escasos los instantes de felicidad que había encontrado a lo largo de su vida, y cuando llegaron, lo hicieron de forma sobrevenida, sin haber aportado a ellos nada personal. Tenía la impresión de que siempre había ido a la deriva, que no había sido capaz de tomar el control de la vida que le era propia, la que nadie más que ella podía y debía vivir. Por un instante pensó que en todos aquellos años no había hecho otra cosa que buscar a Lucas, intentar recuperarlo, emularle y a la vez distinguirse para que se sintiera orgulloso de ella.

Un buen día decidió salir a su encuentro. Utilizó los buscadores que le brindaba internet para encontrar su rastro, y localizó varios enlaces que contenían información sobre él. El que más le interesó fue una  revista literaria en la que todos los meses publicaba un cuento: El unicornio de vapor. Todos los primeros días de cada mes se dirigía nerviosa al ordenador para leer la nueva historia que Lucas había escrito para ella.

Aquel primero de mes abandonaba la Universidad de Berkeley junto a su marido, cuando le llamó la atención un hombre sentado al lado de un viejo árbol que preside la Dwinelle Plaza. Llevaba gafas oscuras y un gorro de montaña gris. Por un momento se cruzaron las miradas y creyó identificar en la suya algo familiar, que le evocó en un instante una extraña sensación de cercanía y misterio. Pero no se detuvo, pensó que eran cosas suyas y continuó su camino junto a su marido para recoger el automóvil que tenían estacionado muy cerca de allí.

Aquella noche, cuando llegó a su casa, encendió el ordenador y entró en la página de El unicornio de vapor para disfrutar de la lectura del nuevo cuento de Lucas. Enseguida percibió que algo no iba bien en aquella historia, aquel texto no respondía a la estructura y forma de un cuento. Estaba hablando de sí mismo, en primera persona. Aludía a un poema de Konstantino Kavafis que describía una habitación donde el poeta encontró el amor, y que aunque el tiempo la había transformado, años después había revivido en ese mismo lugar aquellos momentos de pasión. Nativa se sintió perturbada y conmovida, algo intentaba transmitirla, pero no era capaz de interpretarlo aún leyendo entre líneas como estaba acostumbrada. No cabía duda que algo extraño le ocurría, y empezó a preocuparse, su inquietud iba en aumento según progresaba en su lectura. Decía que ese era el último cuento que publicaría en la revista. Hablaba de las múltiples perspectivas que puede presentar el tiempo, de sus estudios de filosofía, donde se había refugiado durante los tres últimos años, de una cita a la que de forma ineludible había de acudir, aquella en la que se dirimen todos los proyectos incumplidos y se acepta el único que nunca fue nuestro propósito asumir.

Nativa interrumpió la lectura y comenzó a leerlo desde el principio. Comprendió que se estaba despidiendo, pero ¿por qué? Cuando leyó la descripción de cómo había abandonado la universidad de Berkeley, le vino a la mente aquel hombre con gafas oscuras y gorro gris con el que había intercambiado una mirada hacía apenas unas horas. Sintió entonces lo absurdo de sus miedos; pensó que los recuerdos pueden ser actualizados a través de la interpretación, pero nunca modificados ni sustituidos, para eso no existe una segunda oportunidad. Fue entonces cuando recordó involuntariamente aquel beso en el que el chicle terminó partiéndose en dos. Sintió que algo importante recobraba mientras todo a su alrededor se hundía. Pronunció el nombre de Lucas una y otra vez mientras leía las últimas palabras de aquella historia: «Sólo las puertas cerradas son susceptibles de ser abiertas. Todo consiste en llamar a ellas, perseverar, tener paciencia. No tengas prisa: te estaré esperando en Puerta Cerrada».

En Madrid, a veintisiete de mayo de dos mil trece.