Foto: Luis Cejudo
Él
siempre la llamó Nativa, aunque se llamaba Natividad. Muchos la llamaban Nati,
pero a él Nati nunca le gustó.
Vivían
puerta con puerta en una lúgubre casa de una calle perpendicular al Paseo de
Extremadura, justo a lado de la Puerta del Ángel. Acudían al mismo colegio; en
la misma iglesia escuchaban misa; rezaban las mismas oraciones; compartían
ambos los mismos deseos y emociones.
Necesitaban
estar juntos a solas, y si para ello tenían que mentir, mentían. Lo cierto era
que mentían constantemente. Se inventaban urgentes e ineludibles obligaciones para
salir juntos de casa camino de donde fuera. Y a los dos les gustaban las mismas
cosas: el chicle, el chocolate y los libros.
Decidieron
que tenían que salir de aquellas callejuelas, de aquellos curas malpensados,
que no andaban más que rebuscando basura donde no existían más que miradas
limpias. Construyeron su estrategia. Expusieron a sus padres que el
conocimiento de idiomas era algo fundamental para su futuro, no cabía duda que necesitaban
reforzar su francés. Había una academia llamada Brian en la calle de Tetuán,
justo haciendo esquina con la calle de la Tahona de la Descalzas, en la que profesores
francófonos impartían clases de francés: eso era justo lo que ellos necesitaban.
Sus padres no pudieron oponerse. Martes y jueves, Nativa y Lucas quedaban después
de finalizar las clases del colegio en la parada del autobús 31 para ir a clase
de francés, pero nunca lo tomaban, se dirigían a la academia caminando, y así
el dinero del billete Lucas se lo gastaba en cigarrillos y Nativa en chicles.
Cuando pasaban por Puerta Cerrada y veían el rótulo en la fachada de una de sus
casas, Nativa le decía a Lucas: «Algún día, Lucas, tendremos que abrir
esta puerta. Mientras tanto, si me alejo de ti, que sepas que podrás
encontrarme aquí, siempre te estaré esperando en Puerta Cerrada». Y
como era habitual, Lucas se fumaba los cigarrillos mientras que Nativa
compartía con él los chicles. «Pásame el chicle» –le decía–, y se besaban. Nativa empujaba
con la lengua el chicle hacia el exterior de su boca, lo proyectaba a través de
sus dientes, y entre sus labios se lo traspasaba a la boca de Lucas. Olor a
fresa, menta, saliva, sudor y ternura.
Aquellos
momentos en el que se producía el intercambio del chicle se convertían al día
siguiente en una profunda desazón emocional, con un evidente matiz sexual. Más
tarde se transformaba en un impetuoso deseo que les incitaba a una constante transmisión
y recepción del chicle. Después, transcurrido el tiempo, identificaron en
aquellos momentos algo obsceno, con sentimientos de vergüenza y arrepentimiento.
Más tarde se convirtió en una idea estereotipada: «cosas de chicos»;
para derivar después en una profunda
sensación de nostalgia, con una mezcla de belleza e imaginación, sabedores que
aquellos maravillosos momentos no podrían ser recuperados. Por último, ambos terminaron
identificándolos como un preciado tesoro que debían conservar en sus memorias
para el resto de sus días. De esta forma, aquellas vivencias convertidas en
recuerdos sufrieron un constante proceso de actualización. El tiempo vivido perduró
en su conciencia más como fantasía e imaginación que como parte de su propia
experiencia. Muchos años después, cuando Nativa recordó involuntariamente cómo
en uno de aquellos besos el chicle quedó dividido en dos mitades, una en la
boca de Lucas y la otra en la suya, supo identificar en la imagen recobrada del
pasado una emoción diferente, una vivencia repetida, un aire fresco y renovado,
aquello por lo que una vida merece ser vivida. Una historia abierta a un futuro
incierto, con la mirada atenta y abandonada a los inesperados avatares que en
cualquier momento pueden hacernos cambiar de rumbo.
Un
buen día, el padre de Nativa comunicó a su familia que en España las
expectativas de futuro eran escasas. Un ingeniero agrónomo debía estar en el
lugar donde en esos momentos todo el proceso productivo se encontraba en
constante evolución. California era la tierra prometida y allí era donde debían
dirigirse. Todo fue tan rápido que cuando se quisieron dar cuenta, Nativa, con
el resto de su familia, se encontraba en el interior del taxi que les había de
conducir al Aeropuerto de Barajas rumbo a California. Lucas se asomó por la
ventanilla del taxi, miro a Nativa y le dijo: «Te estaré esperando en Puerta
Cerrada. Llevaré chicles». Y todos rieron, sus padres, sus hermanos, Nativa y él, pero
sólo ellos conocían el verdadero significado de aquellas palabras.
Nunca
nada volvió a ser como antes. Lucas rebuscaba a diario en el buzón de correos las
cartas que Nativa le enviaba. Las abría destruyendo los sobres; leía las frases
una y otra vez, comparando las posibles interpretaciones que a cada una de
ellas podían darse. Y un buen día, no hubo más cartas.
Tenían
ambos veinte años cuando Lucas se cruzó con Nativa, que acompañada de su marido, paseaba por la avenida de Portugal. Nativa empujaba un cochecito en el
que iban dos niñas gemelas. «¿Cómo estás Nati?» –preguntó Lucas–. Ambos
se intercambiaron una forzada sonrisa; los dos pensaron que todo se había ido a
la mierda. Un año después, cuando Lucas obedeció la orden de disparar contra la
multitud y la cumplió, le vino a la mente aquel impetuoso error, aquella
situación que el destino le había brindado para hacerse mayor, para crecer, para
entender que en el juego de la vida hay tantas reglas como vidas. En lugar de
llamarla Nativa, como siempre, la llamó Nati, y en lugar de recomponer su vida
se alistó como voluntario en el ejército para ser conducido al Sahara Occidental.
Nativa,
incapacitada para comprenderse a sí misma desde que llegó a Sacramento,
entendió a la perfección la reacción de Lucas, pero también ella encontró circunstancias
adversas. Deslumbrada por una sociedad que intentaba transformar las bases en
la que se había desenvuelto durante casi dos siglos, se vio inmersa en un
torbellino de vivencias, de emociones, de noches en vela envuelta en música y pasión.
Conoció a un chico y se entregó a él. Poco más tarde nacieron las gemelas, y
más tarde llegaría la tercera, a la que llamó Nativa. Su marido se incorporó al
cuerpo diplomático, y desde aquel día anduvieron de una embajada a otra, de país
en país. A Nativa siempre le perseguía la misma idea, la misma obsesión; pensaba
que se estaba quedando atrás, que Lucas ya habría terminado la carrera de
derecho y ella ahí se había quedado, estancada, criando a sus hijas y
atendiendo a su marido. Llegó el día que tuvo que tomar una decisión, le dijo
que ya no aguantaba más, que le dejaba. Cogió a sus tres hijas y regreso a
California.
Siempre
identificó aquel momento como el que había marcado el comienzo de la lucha por
recuperar su vida, una dura e indefinida batalla en la que puso a prueba su fuerza
de voluntad. Supo sacar a sus hijas adelante mientras estudiaba ingeniería
industrial. Dos nuevos matrimonios que acabaron en divorcio, dos nuevos errores
que cargar sobre sus espaldas. De Sacramento a San Francisco, de San Francisco
a San José, más tarde a Monterrey, y por último a Bakersfield. Había corrido
tanto, tan deprisa, que se preguntaba cuántas cosas se habían quedado por el
camino sin haber sido apenas consciente de haberlas vivido.
Y dentro
de aquella vorágine apareció Lucas en forma de correo electrónico, la había
localizado. El mundo se había vuelto muy pequeño; las fronteras de la
información habían desaparecido y habían hecho a su vez sucumbir otras
fronteras que en tiempos parecieron infranqueables. Se intercambiaron dos
correos, dos que escribió Lucas, y dos que escribió ella, y no hubo más. La última
frase del último de los correos de Nativa conmocionó tanto a Lucas, que decidió
no responder, recurrió a la pasividad, y como no podía ser de otra forma,
pasado el tiempo, se arrepintió.
En
Bakersfield conoció a un hombre que era profesor de epidemiología en la
universidad de Berkeley, y se casó con él, su cuarto matrimonio. Más tarde
abandonaría el ayuntamiento de Bakersfield para dar clases de ciencia
medioambiental en aquella universidad. Por fin la tranquilidad había llegado a
su vida, se encontraba segura. Se había adaptado perfectamente a aquella
sociedad, se sentía identificada con ella de tal forma que dio el paso
definitivo adoptando la nacionalidad estadounidense.
Sus
tres hijas ya eran mayores; se casaron y nació su primer nieto. Aquella carrera
por la vida, por el reconocimiento de sí misma, por un proyecto que la hiciera
creer que su existencia tenía algún sentido, comenzaba a dar sus frutos. Pero
había algo en ella que la desquiciaba: ¿qué hubiera pasado si se hubiera
quedado en Madrid? Habían sido muy escasos los instantes de felicidad que había
encontrado a lo largo de su vida, y cuando llegaron, lo hicieron de forma
sobrevenida, sin haber aportado a ellos nada personal. Tenía la impresión de que
siempre había ido a la deriva, que no había sido capaz de tomar el control de
la vida que le era propia, la que nadie más que ella podía y debía vivir. Por
un instante pensó que en todos aquellos años no había hecho otra cosa que
buscar a Lucas, intentar recuperarlo, emularle y a la vez distinguirse para que
se sintiera orgulloso de ella.
Un
buen día decidió salir a su encuentro. Utilizó los buscadores que le brindaba internet
para encontrar su rastro, y localizó varios enlaces que contenían información
sobre él. El que más le interesó fue una
revista literaria en la que todos los meses publicaba un cuento: El unicornio de vapor. Todos los
primeros días de cada mes se dirigía nerviosa al ordenador para leer la nueva
historia que Lucas había escrito para ella.
Aquel
primero de mes abandonaba la Universidad de Berkeley junto a su marido, cuando le
llamó la atención un hombre sentado al lado de un viejo árbol que preside la Dwinelle
Plaza. Llevaba gafas oscuras y un gorro de montaña gris. Por un momento se
cruzaron las miradas y creyó identificar en la suya algo familiar, que le evocó
en un instante una extraña sensación de cercanía y misterio. Pero no se detuvo,
pensó que eran cosas suyas y continuó su camino junto a su marido para recoger
el automóvil que tenían estacionado muy cerca de allí.
Aquella
noche, cuando llegó a su casa, encendió el ordenador y entró en la página de El unicornio de vapor para disfrutar de la
lectura del nuevo cuento de Lucas. Enseguida percibió que algo no iba bien en aquella
historia, aquel texto no respondía a la estructura y forma de un cuento. Estaba
hablando de sí mismo, en primera persona. Aludía a un poema de Konstantino
Kavafis que describía una habitación donde el poeta encontró el amor, y que
aunque el tiempo la había transformado, años después había revivido en ese mismo lugar aquellos momentos de pasión. Nativa se sintió perturbada y
conmovida, algo intentaba transmitirla, pero no era capaz de interpretarlo aún
leyendo entre líneas como estaba acostumbrada. No cabía duda que algo extraño
le ocurría, y empezó a preocuparse, su inquietud iba en aumento según
progresaba en su lectura. Decía que ese era el último cuento que publicaría en
la revista. Hablaba de las múltiples perspectivas que puede presentar el
tiempo, de sus estudios de filosofía, donde se había refugiado durante los tres
últimos años, de una cita a la que de forma ineludible había de acudir, aquella
en la que se dirimen todos los proyectos incumplidos y se acepta el único que nunca fue nuestro propósito asumir.
Nativa
interrumpió la lectura y comenzó a leerlo desde el principio. Comprendió que se
estaba despidiendo, pero ¿por qué? Cuando leyó la descripción de cómo había
abandonado la universidad de Berkeley, le vino a la mente aquel hombre con
gafas oscuras y gorro gris con el que había intercambiado una mirada hacía
apenas unas horas. Sintió entonces lo absurdo de sus miedos; pensó que los
recuerdos pueden ser actualizados a través de la interpretación, pero nunca
modificados ni sustituidos, para eso no existe una segunda oportunidad. Fue
entonces cuando recordó involuntariamente aquel beso en el que el chicle terminó
partiéndose en dos. Sintió que algo importante recobraba mientras todo a su
alrededor se hundía. Pronunció el nombre de Lucas una y otra vez mientras
leía las últimas palabras de aquella historia: «Sólo las puertas cerradas son
susceptibles de ser abiertas. Todo consiste en llamar a ellas, perseverar,
tener paciencia. No tengas prisa: te estaré esperando en Puerta Cerrada».
En Madrid, a veintisiete de mayo de dos mil trece.
Me gusta pensar que el amor es tan fuerte que abre puertas cerradas, atraviesa océanos de tiempo y consigue unir en su definición a dos vidas tan diferentes, tan paralelas. Gracias por transportarme a esa posibilidad.
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